martes, 31 de diciembre de 2013

Especial de Navidad, 31 de diciembre del 2013


Muy buenas a tod@s!!
Ya tenéis todo preparado para esta noche?? Quienes seáis de España, preparados para las uvas??
Dejamos atrás un año repleto de novedades, estrenos y sucesos para recibir al 2014 quien nos traerá un sinfín de novedades y los estrenos más esperados (Tanto literarios como cinematográficos, musicales, etc).
Espero que paséis la mejor noche posible para comenzar el año como es debido.

Hoy, además comenzamos otra Antología.... Año nuevo, saga nueva, no? o no es así??
Bueno, el caso es que  hoy comenzamos con la primera parte, titulada "Proposición Navideña" de Betty Neels.

Historia corta incluida en la antología Cuentos de Navidad 1998.
Título: Proposición navideña (1998)
Título Original:  A Christmas proposal
Editorial:  Harlequín Ibérica
Sello / Colección:  Internacional 180
Género:  Contemporáneo
Protagonistas:  Oliver Hay-Smythe y Bertha Soames

Sinopsis:

Cuando el doctor Oliver Hay-Smythe vio cómo la familia se aprovechaba de la candidez y la bondad de Bertha, decidió darle la sorpresa de su vida  con una declaracion de amor en Navidad.

Capítulo Uno
La chica que había en el rincón de aquella sala llena de gente apenas merecía una segunda mirada. Era menuda, con el pelo castaño claro estirado hacia atrás en un moño pasado de moda, una cara cuya nariz chata y boca ancha no hacían nada por redimirla de su insignificancia. Para colmo, llevaba un vestido complicado, color rosa quisquilla. Con todo, tras el primer vistazo, el hombre que estabaa al otro lado del salón volvió a mirarla. No tardó en acercarse a ella. Saludó en un tono agradable, ella volvió la cabeza y lo miró.
Le contestó educadamente, contemplándolo con sus ojos castaños enmarcados en unas pestañas largas. Él se dio cuenta de que, mirando aquellos ojos, uno se olvidaba pronto de la nariz, la boca y el pelo estirado. El hombre le sonrió.
—¿Conoces a alguien aquí? He venido con unos amigos... Estoy de visita en su casa y me han pedido que los acompañara. Es una fiesta de cumpleaños, ¿verdad?
—Sí.
La chica desvió la mirada hacia la gente. Había grupos que reían, gente que chismorreaba mientras se saludaban con una bebida en la mano, unas cuantas parejas que bailaban en el centro.
—¿Quieres que te los presente?
—¿Los conoces a todos —dijo él con su tono amable—. ¿No me digas que es tu cumpleaños?
—Sí.
La chica le lanzó una mirada rápida y sorprendida e inclinó la cabeza para examinar las cuentas de su corpiño.
—Entonces, ¿no deberías ser las reina del baile?
—¡Oh! No es mi fiesta, sino la de mi hermanastra, esa chica tan guapa que hay junto al bufet. ¿Quieres conocer a Clare?
—La competencia parece demasiado intensa en este momento —dijo él de buen humor—. Dime, ¿por qué no participas más en la fiesta? A fin de cuentas, también es tu cumpleaños.
Ella tenía una voz bonita y hablaba con realismo.
—Bueno, mejor que no. Estoy segura de que te gustaría conocer a algunos invitados, pero no sé tu nombre.
—Disculpa. Hay—Smythe, Oliver.
—Bertha Soames.
Bertha le ofreció una mano que él estrechó con suavidad.
—La verdad es que no quiero conocer a nadie. Creo que soy un poco mayor para casi todos.
Bertha lo observó detallada y seriamente, un hombre muy alto y fuerte, con el pelo rubio salpicado de gris. Los ojos también eran grises y tenía esa clase de atractivo que cualquiera esperaba al ver su aire de seguridad.
—No creo que seas tan mayor; ni mucho menos.
Oliver te agradeció el cumplido con seriedadd y le preguntó si bailaba.
—¡Ah, me chifla bailar! —contestó con una sonrisa que se desvaneció al instante—. Es que... mi hermana me ha pedido que me encargara de que todos se divirtieran. Por eso estoy de guardia aquí, si veo a alguien solo, me ocupo de que tome algo y de presentarle gente. La verdad es que deberías...
—De ningún modo, señorita Soames.
Oliver la miró otra vez y pensó en lo fuera de lugar que parecía en aquella fiesta bulliciosa. Se preguntó por qué, ya que también era su cumpleaños, no llevaba un vestido deslumbrante en vez de aquella cosa recargada que ni siquiera le venía bien.
—¿Tienes hambre?
—Sí, me he saltado la comida..
Sus ojos se dirigieron al buffet, donde un grupo de personas se servía en abundancia de las delicadezas que se ofrecían.
—¿Porqué no...?
El doctor Hay—Smythe, trabajador infatigable y respetado por sus colegas, un hombre que nunca ignoraba a los gatos y perros perdidos y que era capaz de posponer sus propios asuntos con tal de aliviar los problemas de los demás, dijo:
—Yo también tengo hambre. Supón quee nos escapamos y vamos a comer a alguna parte. No creo que nadie nos eche de menos y podemos volver mucho antes de que esto acabe.
—¿Te refieres a un sitio fuera de aquí? —dijo ella mirándolo—. Pero si ni siquiera hay un café por los alrededores... Además...
—Incluso en Belgravia debe haber pubs. De todos, modos, tengo el coche fuera. Podemos ir a buscar.
Los ojos de Bemba brillaron.
—Me gustaría, pero no sé si debo decírselo a mi madrastra.
—Puess claro que no. La puerta que hay detrás de ti, ¿adónde da? ¿A un pasillo? Venga, vámonos.
—Tendré que ir a buscar un abrigo —dijo Bertha cuando llegaronn al vestíbulo—. Será un momento, pero está en el último piso.
—¿No tienes algún impermeable por aquí abajo?
—Sí, una gabardina, pero es muy vieja y...
Su sonrisa le trasmitía seguridad.
—En un pub nadie se fijará en esas cosas —dijo él, pensando en que al menos taparía aquel vestido horrible.
De ese modo, convenientemente amortajada, salió de la casa con él por la importante puerta principal y descendieron la imponente escalinata hasta la acera. El médico le indicó un Rolls Royce gris oscuro.
—Por aquí..
Oliver lo abrió, la hizo pasar y ocupó el asiento del conductor.
—¿Vives en casa con tus padres?.
—Sí. Papá es abogado, trabajaa sobre todo para compañías internacionales. Mi madrastra prefiere vivir aquí, en Londres.
—¿Y no tienes trabajo?
—No.
Bertha apartó los ojos para mirar por la ventanilla, Oliver no insistió en aquello, sino que habló de esto y de lo de más allá mientras dejaban las calles silenciosas del barrio de lujo y entraron en una zona bulliciosa de la ciudad. Allí detuvo el coche en una calle estrecha y llena de gente.
—¿Te apetece aquel pub de la esquina?
Todas las miradas se centraron en ellos al entrar. Hacían una pareja extraña, él con esmoquin negro y ella con una gabardina vetusta. Pero el tabernero les indicó con gestos una mesa en el salón y luego se acercó a hablar con el médico.
—¿Hacía tiempo que no te veíamos, doctor? ¿Todo bien?
—Espléndido, Joe. ¿Cómo está tu mujer?
—Todavía da la batalla, gracias. ¿Qué va a ser? —dijo mientras miraba a Bertha—. ¿Y la señorita? ¿Un vaso de buen vino para ella?
—Tenemos hambre, Joe.
—Mi mujer acaba de preparar salchichas y puré de patatas. ¿Qué tal con una pinta de cerveza añeja y algún vino suave?
El doctor Hay-Smythe arqueó una ceja mirando a Bertha. Cuando ella asintió, Joe se marchó deprisa para volver enseguida con las bebidas y, cinco minutos después, con una bandeja cargada.
La comida casera estaba bien hecha, caliente y abundante, los dos comieron en un silencio relajado.
—Cuéntame algo sobre ti.
—No hay nada que contar. Además, no nos conocemos y tampoco es probable que volvamos a vemos —añadió ella seriamente—. Tengo que estar loca para hacer esto.
—Bueno, yo no estoy de acuerdo. En todo caso, la locura es más propia de personas que asisten a demasiadas fiestas, comiendo y bebiendo en exceso y sin divertirse. Sin embargo, tú y yo hemos comido y nos divertimos con la compañía del otro —dijo mientras Joe les servía el café que había pedido—. Siendo dos desconocidos, podemos hablar libremente de lo que nos apetezca con la seguridad de que pronto será olvidado.
—Nunca he conocido a nadie como tú —dijo Bertha.
—Pues soy perfectamente normal, debe haber miles exactamente como yo —dijo con una sonrisa leve—. Se me ocurre que quizá no conozcas demasiada gente. ¿Sales a menudo? ¿Vas al teatro? ¿Bailes? ¿Conciertos? ¿Clubs deportivos?
Bertha negó con la cabeza.
—No. Salgo a hacer recados, saco al perro de mi madrastra y echo una mano cuando viene gente a casa a comer o a cenar. Esas cosas.
—¿Y tu hermana? O mejor, tu hermanastra corrigió él al ver su expresión—. ¿Clare tiene trabajo?
—No. Verás, ella es muy popular, sale mucho y tiene montones de amigos. Es muy bonita, has tenido que darte cuenta...
—Muy bonita —repitió él con gesto serio—. ¿Por qué no eres feliz, Bertha? No te importa que te llame Bertha, ¿verdad? Al fin y al cabo, como tú misma has dicho, es poco probable que nos volvamos a ver. Soy un experto escuchando. Considérame un hermano mayor o, si lo prefieres, alguien que dentro de poco se marchará al otro extremo del mundo y nunca va a regresar.
—¿Cómo sabes que no soy feliz?
—Si te dijera que soy médico, ¿contestaría a tu pregunta?
Bertha sonrió aliviada.
—¡Médico! Bueno, entonces sí que puedo hablar contigo, ¿no?
Oliver volvió a sonreír, tranquilizándola.
—Verás, papá se casó por segunda vez... Hace mucho de eso, yo tenía siete años. Mamá murió cuando tenía cinco. Súpongo que se sentía solo, por eso volvió a casarse. Clare es dos años menor que yo. Era una niña preciosa, encantadora, y todo el mundo la adoraba, incluida yo. Pero mi madrastra... bueno, yo siempre he sido normalucha y aburrida. Seguro que intentó quererme... Debe haber sido culpa mía, porque yo también traté de quererla y no pude
Hizo una pausa y añadió:
—Siempre me ha tratado igual que a Clare, teníamos vestidos bonitos, una niñera simpática y fuimos al misma colegio, pero incluso papá se daba cuenta de que al crecer no me convertía en una chica preciosa, como Clare, y mi madrastra lo convenció de que lo mejor para mí era quedarme aquí y aprender a ser una buena ama de casa.
—¿Y Clare, no tuvo que hacer lo mismo?
—Bueno, no. Siempre ha tenido muchos amigos. Me refiero a que nunca ha tenido tiempo para quedarse en casa. Es muy buena conmigo.
Bertha ocultó con la mano un trozo de volante rosa que se le había escapado de la gabardina.
—Fue ella la que me regaló este vestido.
—¿No tienes dinero propio?
—No, mi madre me dejó un poco, pero no lo necesito, ¿no te parece?
Oliver no hizo comentarios sobre eso.
—Hay una solución clara y sencilla, tienes que encontrar un trabajo.
—Ya me gustaría, pero no estoy preparada para hacer nada —dijo y añadió ansiosamente—. No debería contarte todo esto. Olvídalo, por favor. No tengo derecho a quejarme.
—No te has quejado y, además, ¿no te sientes mejor hablando de eso?
—Sí. ¡Claro que sí! —dijo ella. Miró el reloj y contuvo una exclamación—. ¡Cielos! Llevamos siglos aquí...
—Hay tiempo de sobra —dijo él tranquilamente—. Me atrevería a decir que la fiesta se prolongará hasta la media noche.
El médico pagó la cuenta y volvieron en el Rolls a la casa. Ella se quitó la gabardina en el vestíbulo, se alisó aquel adefesio y entró en el vasto salón. La primera persona que los vio fue su madrastra.
—Bertha, ¿dónde te has metido? Ve enseguida a la cocina y di que manden más vol—au—vents. A ver si haces algo útil...
La señora Soames se dio cuenta de la presencia del médico y se transfiguró en una mujer completamente distinta.
—Anda, ve, cariño —dijo en un tono muy diferente——. No tardes, estoy segura de que tus amigos te deben echar de menos.
Bertha no respondió, sino que se escabulló sin siquiera echar una mirada a Oliver.
—Es muy buena chica —comentó la señora Soames con entusiasmo, su enorme busto agitado con sentimientos pseudomaternales—. Me ayuda y me hace compañía. Es una lástima que sea tan tímida y desmañada. Yo he hecho todo lo que he podido —añadió en un tono quejumbroso—, pero Bertha es inteligente y sabe que carece de atractivo y encanto. Sólo me queda la esperanza de que conozca un buen hombre que quiera casarse con ella.
La señora Soames lanzó una mirada de preocupación hacia su interlocutor, que se limitó a darle ánimos con ese tono profesional en el que los médicos son tan expertos.
—Pero no le debería preocupar con mis pequeñas preocupaciones, la verdad. Venga a conocer a Clare, le encanta que le presenten gente nueva. ¿Vive usted en Londres? Tiene que venir más por aquí.
De modo que, cuando Bertha volvió, él estaba al otro extremo del salón y Clare se reía a carcajadas con la mano sobre su hombro. Bien, ¿y qué esperaba? Fue en busca de Crook, el mayordomo, un amigo de toda la vida y un aliado. Había cenado bien y ahora, con un espíritu belicoso que la compasión de] doctor Hay-Smythe había encendido, iba a tomar una copa de champagne.
Se la bebió bajo la mirada paternal de Crook, tomó una segunda copa de su bandeja y también la apuró. Seguramente le dolería la cabeza después y no tenía duda de que se le pondría colorada da la nariz pero, puesto que no había nadie a quien le importara realmente, ella tampoco iba a preocuparse. De repente deseó que su padre se encontrara en casa. Pasaba tan poco tiempo allí...
Los invitados empezaron a marcharse intercambiando saludos e invitaciones, algunos se despedían con indiferencia de Bertha, que se afanaba en buscar abrigos, chales y bolsos extraviados. El doctor Hay-Smythe fue de los primeros que se marcharon, pero cruzó el salón para despedirse de ella.
—Ha sido una cena estupenda —dijo sonriendo—. Puede que la repitamos en alguna otra ocasión.
Antes de que ella pudiera responder, Clare se había metido por medio.
—Oliver, querido, no se te ocurra escaparte ahora que acabamos de descubrir lo maravilloso que eres. Buscaré tu número en la guía y te llamaré, puedes llevarme a cenar.
—Voy a estar fuera varias semanas —dijo él suavemente—. Será mejor que te llame yo cuando vuelva.
Clare hizo un pucherito.
—Eres un hombre malo. De acuerdo, si es lo mejor que se te ocurre —dijo antes de girar la cabeza hacia su hermanastra—. Mamá te está buscando...
Bertha fue a ver, pero no sin antes extender una mano pequeña y capaz y permitir que él se la estrechara amistosamente.
—Adiós, doctor —dijo en voz baja.
Sólo después de que Bertha se hubiera ido a acostar en el cuarto modesto que ocupaba en el último piso de la mansión, la señora Soames entró en el dormitorio de su hija.
—La velada ha sido un éxito. ¿Qué te parece el nuevo, ese Oliver Hay—Smythe? He estado hablando con lady Everett sobre él. Parece muy conocido, tiene una clientela excelente en Harley Street. Es de buena familia, con mucho, dinero, dinero viejo... —dijo dándole unas palmaditas en el hombro—. Ni hecho a medida para mi pequeña.
—Va a estar fuera una temporada —dijo Clare—. Ha dicho que me llamaría cuando volviera.
Miró a su madre y sonrió. Luego frunció el ceño.
—¿Cómo le habrá conocido Bertha? Daban la impresión de ser muy amigos. Lo más seguro es que sienta lástima de ella, parecía una mamarracha, ¿verdad que sí?
Clare se mordisqueó n dedo de manicura perfecta.
—Se la veía feliz, como si compartieran un secreto o algo por el estilo. ¿Sabías que el doctor tiene mucha experiencia con niños retrasados? No será un hombre fácil... Si demuestra algún interés por Bertha, procuraré animarlo.
Madre e hija se buscaron los ojos en el espejo.
—Quizá me equivoque, pero tengo la sensación de que no le gustan las fiestas. Los Payne, que fueron quienes lo han traído, me dijeron que ni está casado ni tiene amigas, que vive dedicado por entero a su trabajo. Si insinúa que quiere volver a ver a Bertha, seré todo comprensión.
Las dos mujeres se sonrieron.


El doctor Hay-Smythe se despidió de sus amigos en casa de éstos y continuó conduciendo hasta el piso que tenía encima de la consulta. Cully, su criado, se había acostado, pero descubrió café caliente y un plato con sandwiches tapado. Se puso un pote de café y se sentó. El labrador que había estado sesteando junto a la cocina se levantó somnoliento y fue a sentarse junto a él, dispuesto a compartir los sandwiches También compartió los pensamientos de su dueño, mientras masticaba el roast beaf frío sin apartar los ojos de su cara.
—He conocido una chica esta noche, Freddie. Una chica del montón, con unos ojos bonitos y un vestido verdaderamente horrible. Un criatura sin interés a primera vista, pero, de algún modo tengo el presentimiento, de que ésa no es la realidad. Tiene una voz deliciosa, extraña y tranquila. Necesita alejarse de esa bruja que tiene por madrastra. Tengo que pensar en algo.
Bertha, satisfecha e ignorante de aquellos planes para su futuro, durmió de un tirón toda la noche, más feliz en sus sueños que en la vida real.


Hasta que no pasaron tres días el médico no encontró un modo de ayudar a Bertha. No solo atendía su consulta particular, sino que mantenía otras en dos de los hospitales más importantes de la ciudad, donde su reputación iba en aumento, y; además era socio de una clínica en el East End, en la que se ocupaban de casos geriátricos y de todos los que no podían o no querían ingresar como pacientes externos en cualquier hospital.
Había pasado la tarde allí y su última paciente había sido una anciana que defendía su independencía con ferocidad y residía en su propia casita junto a la clínica. No había mucho que pudiera hacer por ella, una vida de trabajo duro y la vejez le estaban pasando su factura, pero renqueaba apoyada en su bastón y se negaba a ingresar en un asilo, jurando una y otra vez que podía cuidar de sí misma.
—Me encuentro tan bien como usted, doctor —declaró cuando la hubo examinado—. Aunque echo de menos mis libros. Ya no puedo leer como antes y me gustan los buenos libros. La asistenta social me trajo un libro grabado, pero no tan bueno como una voz de verdad, si sabe a qué me refiero. ¡Ah! Una voz tranquila y bonita...
De inmediato recordó a Bertha.
—Señora Duke, ¿le gustaría que alguien viniera a leer para usted? ¿Dos o tres veces por semana durante una hora más o menos?
—Pero que no sea una de esas beatas de la iglesia. Me gustan las historias románticas, no el muermo del boletín parroquial.
—La joven que tengo en mente no es nada de eso. Estoy convencido de que le leerá lo que usted quiera. ¿Le parece que lo intentemos? Si no funciona, bueno, ya se nos ocurrirá otra cosa.
—Vale, probaré. ¿Cuándo vendrá?
—Tengo que volver dentro de dos días por la tarde. Vendrá conmigo, la dejaré con usted y pasaré a recogerla cuando acabe. ¿Le viene mejor así?
—Parece perfecto.
La señora Duke se levantó trabajosamente de su silla. Oliver también se puso de pie para abrirle la puerta.
—Nos vemos —dijo la anciana.
El doctor fue a casa y maduró su plan. La señora Soames iba a ser un hueso difícil de roer, hacía falta un poco de estrategia...
De inmediato fue en busca de Cully. Cully llevaba varios años con él, era un hombre de mediana edad, leal y urn espléndido cocinero. Dejó la cubertería de plata que estaba abrillantando para escuchar al médico.
—¿Quiere que telefonee ahora, señor?
—Por favor.
—¿Y si la dama encuentra la hora a la que quiere visitarla inaceptable?
—Ya verás como no, Cully.
Mientras el mayordomo hacía la llamada, Oliver se acercó a un aparador antiguo y tomó una manzana del frutero.
—Mañana por la tarde a las cinco —dijo Cully cuando colgó—. La señora Soames estará encantada.
El médico dio un mordisco a la fruta.
—Estupendo, Cully. Y, por favor, si alguna vez ella o su hija me llaman, sé prudente.
Cully se permitió una sonrisa.
—Muy bien, señor.


El médico estuvo demasiado ocupado al día siguiente como para pensar en la visita que lo esperaba. Le habría gustado disponer de más tiempo para elaborar las razones de su petición pero, de todos modos, se presentó a las cinco en punto en la mansión de la señora Soames y fue conducido por una criada gruñona al salón. La señora Soames, enfundada en un modelo azul intenso demasiado apretado para sus amplias curvas, se levantó a recibirlo.
—Oliver, encantsda de verlo, porque seguro que debe ser un hombre muy ocupado. Me he enterado de que tiene mucha clientela —dijo con una risa aguda—. Es una pena que yo disfrute de una salud excelente, de lo contrario iría a hacerle una visita.
Oliver murmuró algo apropiado. La señora Soames dio unas palmaditas en el sofá.
—Siéntese a mi lado y dígame para qué quería verme....
Clare entró en el salón interrumpiendo a su madre. Su sorpresa era casi creíble.
—Cariño; ¿ya has vuelto? Mira quién ha venido á vernos.
La sonrisa de Clare fue encantadora.
—Ya era hora. Creía que ibas a estar fuera.
—Y estuve.
Oliver se había levantado y, cuando ella se les unió, se sentó en una silla y no en el sofá.
—Tenía prevista una serie de conferencias, pero las han retrasado un par de semanas.
Clare arrugó la naricilla con un gesto delicio.
—Fantástico, así podrás llevarme a cenar.
—Será un placer. Miraré en mi agenda y te llamaré por teléfono si puedo. Me estaba preguntando si tenías tiempo libre durante el día. Estoy buscando a alguien dispuesta a leer un par de horas varias veces a la semana para una anciana —dijo sonriendo directamente a Clare—. ¿Podrías ser tú, Clare?
—¿Yo? ¿Que yo lea un libro aburrido para una no menos aburrida vieja? Además, ni siquiera tengo un momento para mí misma. ¿Qué clase de libros?
—¡Oh, bueno! Novelas románticas..
—¡Puag! O sea; absolutamente patético. ¿Y no se te ha ocurrido otra cosa que pensar en mí, Oliver? —añadió con una risa tintineante—: Pero si ni siquiera leo para mí, sólo Vogue y Tatler.
El médico puso una cara de decepción conveniente.
—¡Vaya! En fin, supongo que habrá que seguir buscando.
—¿Quién es esa anciana ? –preguntó Clare, vacilante—. ¿Es alguien que yo conozca? Me parece que lady Power se tiene que hacer algo en los ojos. Y la señora Dillis, ya sabes, estuvo aquí la noche de la fiesta, cubierta de arriba abajo con diamantes. Es muy capaz de contratar a medía docena de acompañantes, cuidadoras o como se llamen.
—La señora Duke vive sola en un piso diminuto y se mantiene de su pensión.
—¡Qué cosa más horrible! —exclamó Clare, intercambiando una mirada con su madre—. ¿Y por qué Bertha no se dedica a algo útil? Se pasa la vida leyendo y nunca hace nada ni sale a ninguna parte. Pues claro, ella es ideal para estas cosas.
Clare se levantó e hizo sonar la campanilla. Le encargó a la criada gruñona que fuera a traer a su hermanastra. Bertha entró en el salón en silencio y se quedó de una pieza cuando vio al doctor Hay—Smythe
—Ven aquí, Bertha —dijo la señora Saames—. Creo que ya conoces al doctor Hay—Smythe, ¿no? Estuvo en la fiesta de Clare. Tiene una petición que hacerte, una que estoy segura de que vas a aceptar y así tendrás algo que hacer de vez en cuando. Quizá quiera explicárselo usted mismo, Oliver.
También se había levantado cuando Bertha apareció y ahora, al sentarse, volvió a cambiar de sitio, procurando hacerlo cerca de ella.
—Sí, nos conocemos —dijo en un tono amistoso—. He venido a pedirle a Clare que leyera para una anciana, una paciente mía, pero ha sugerido que, quizá tú estarías más interesada en ir a visitarla. Tengo entendido que te gusta leer, ¿no?
—Sí, sí que me gusta.
—Pues entonces, decidido —intervino la señora Sóames—: Está a su disposición, Oliver:
—¿Estás dispuesta a ir a la casa de esta señora, digamos tres tardes por semana y leerle durante un par de horas?
—Sí. Gracias, doctor.
Bertlha parecía aceptar de buen grado, pero cuando alzó la cabeza, sus ojos estaban húmedos.
—Estupendo. Veamos. ¿Podrías acercarte hasta Harley Street mañana por la tarde? Así mi secretaria te daría la dirección. Es un trayecto bastante largo en autobús, pero no debe haber mucha gente a esa hora. ¿Quedamos a las dos, de acuerdo? Y muchísimas gracias.
—Pero tomará algo antes de irse, ¿verdad? —dijo la señora Soames—. Yo tengo que ir a hacer una llamada, pero Clare cuidará de de usted. Bertha, ¿quieres ir a comprobar que la cocinera tiene en orden la lista de la compra para mañana?
Oliver, habiendo conseguido su propósito, se sentó durante otra media hora y bebió tónica mientras Clare tomaba vodka.
—¿No bebes? —preguntó ella riéndose—. Te lo juro, Oliver, me parecías un hombre de whisky.
Oliver le contestó con una de sus mejores sonrisas.
—Tengo que conducir. No estaría bien que llegara al hospital haciendo eses, ¿no crees?
—Supongo que no, pero, ¿por qué trabajas en un hospital cuando tienes una clientela tan numerosa y puedes darte el lujo de escoger tus pacientes?
—Me gusta trabajar —dijo él alegremente. Echó un vistazo al reloj—. Quisiera quedarme, pero tengo una cita. Gracias por la copa. Te llevaré a cenar y a tomar champán en la primera ocasión que se presente.
Clare lo acompañó a la puerta, le puso una preciosa y delicada mano sobre el brazo y lo miró a los ojos.
—No te importa que no quiera visitar a esa vieja, ¿verdad? O sea, es que no puedo soportar la vejez y la pobreza, la gente sucia y los ni malolientes. Debo ser demasiado sensible, ¿no crees?
Oliver le sonrió levemente.
—Sí, desde luego que sí, pero no me importa lo más mínimo. Estoy seguro de que tu hermanastra se las arreglará estupendamente. Al fin y al cabo, yo buscaba a alguien que leyera en voz alta. Y ella parece tener tiempo de sobra.
—La verdad es que siento mucha pena por ella, lleva una vida tan aburrida, ¿no? —declaró Clare y se esforzó por aparentar que lo decía en serio.
El doctor Hay-Smythe le palmeó la mano, se la quitó de la manga, se la estrechó y se despidió de ella con modales intachables. Clare se deslizó por el vestíbulo como en un vals, buscó a su madre para hablar con la boca hecha agua de su nueva conquista. El doctor, en cambio, se fue a casa satisfecho de sí mismo. No le gustaba Clare ni en pintura, pero había logrado su propósito.


Llovía cuando Bertha salió de casa para tomar el autobús, lo que significaba que tenía que ponerse otra vez aquella gabardina raída. Se consoló pensando que así ocultaba el vestido que llevaba, uno que Clare se había comprado en un arrebato  sólo para que le resultara odioso en cuanto llegó a casa y lo volvió a ver.
No era adecuado para finales de otoño, al contrario, era todo de colores vivos y excesivamente fino. Pero hasta que su madrastra decidiera comprarle algo más acorde con la temporada, tampoco tenía mucho donde elegir en su armario. Además, tampoco iba a verla nadie. La anciana que iba a visitar padecía de la vista.
Se bajó del autobús e hizo a pie los pocos metros que la deparaban de la consulta del doctor Hay—Smythe, llamó al timbre y le abrieron. La oficina era elegante y cómoda; la señorita elegante que había tras el escritorio tenía una sonrisa simpática.
—¿Señorita Soames? —preguntó mientras se levantaba e iba a abrir una puerta tras el escritorio—. El doctor la está esperando.
¡Era Bertha la que no lo esperaba a él!. Retrocedió un paso.
—No hace falta que lo moleste. Sólo pasaba a que usted me diera una dirección.
La secretaria se limitó a sonreír pero mantuvo la puerta abierta de par en par, permitiendo que Bertha viera al médico sentado en su despacho. Entonces, Oliver alzó los ojos, se levantó y fue a recibirla.
—Hola, Bertha. ¿Te importa esperar a que termine? Sólo será un momento. Siéntate. ¿Has tenido problemas para venir?
Oliver le acercó una silla cómoda, hizo que tomara asiento y volvió a su escritorio.
—Será mejor que te desabroches la gabardina, hace calor aquí dentro.
Era amable y considerado, Bertha perdió su timidez y se sentó cómodamente. La gabardina abierta dejaba ver su vestido. El médico parpadeó al ver aquel color estridente. Tomó la pluma mientras pensaba que debía ser otra prenda de las que Clare se había deshecho, sólo conseguía resaltar cruelmente la sosez de la cara de Bertha.
Se enfureció. Tenía ganas de intervenir, pero se preguntaba si aquello no era algo que concernía exclusivamente al señor Soames. Acabó de escribir y volvió a levantarse.
—Voy a la clínica para ver a un par de pacientes. Te llevaré a casa de la señora Duke y pasaré a recogerte cuando acabe. ¿Te importa esperarme? —dijo él y entonces se fijó en el paquete que Bertha llevaba en las manos—. ¿Libros? ¡Qué detalle!
—A la cocinera le gustan las novelas románticas y me ha dejado algunas viejas. He pensado que quizá entretengan a la señora Duke.
—Señora Taylor, la señorita Soames viene conmigo —le dijo Oliver a la secretaria—. Si no he vuelto a las cinco, haga el favor de cerrar usted. Déjeme los recados sobre el escritorio, ¿quiere?
—Por supuesto, doctor. Sally llegará a las seis.
—Sally es mi enfermera —explicó Oliver—. Mi mano derecha. La señora Taylor es la izquierda.
—Vaya tranquilo, doctor —dijo la señora Taylor con una risilla casi maternal.
Bertha, educada para entablar conversación cuando la circunstancia lo requería, sacó esmeradamente a colación los temas que le parecieron adecuados mientras viajaban en el Rolls. El médico, secretamente divertido, le contestaba con afabilidad, de modo que, cuando detuvo el coche en una calle destartalada de casas adosadas, Bertha se sentía tranquila.
Oliver la ayudó a salir del coche y la llevó ante una puerta que pedía a gritos que la pintaran.
Al cabo de un momento, una anciana de cara arrugada, feroces ojos negros y una mata de pelo sucio y rebelde, les abrió. Saludó con un gesto al médico y se quedó observando a su acompañante.
—¿Ya ha traído a su chica? Venga, pasen. Me vendrá bien un poco de compañía —dijo mientras los conducía por un pasillo estrecho a la puerta que se abría en un extremo—. Esta casita es toda mía. ¿Cómo se llama?
—Bertha, señora Duke.
El médico observó aliviado que no arrugaba la naricilla ante el fuerte olor a col y a gato, en su cara no veía otra cosa que un interés amable. No se quedó mucho tiempo. Cuando el médico se marchó, Bertha aceptó el asiento que le ofrecían y le entregó a la anciana los libros que le había llevado.
La señora Duke leyó los títulos gesticulando con su miopía.
—Espere que haga una taza de té. Prefiero que empecemos por El amor es un voto imperecedero.
En cuanto se dejó caer en un sillón desvencijado, un gato vetusto subió de un salto a su regazo.
Bertha abrió el libro y comenzó a leer.

lunes, 30 de diciembre de 2013

Especial de Navidad, 30 de diciembre del 2013


Llegó el penúltimo día del año!!!
Quedan menos de 48 horas para que empiece el 2014 pero por ahora, terminemos con esta Antología, publicando "El Despertar" de Patricia Gardner Evans.


3ª historia incluida en la Antología Cuentos de Navidad (1996)
Título: El Despertar (1996)
Título Original: Comfort and joy (1995)
Editorial: Harlequín Ibérica
Sello / Colección: Internacional 134
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Jack Herrad y Claire Ezrin




Sinopsis

¿Quién necesita el muérdago cuando están alrededor los pequeños ayudantes de Papá Noel?
Claire y Jack se gustaron al momento, de eso no había duda y, si seguían así, pronto se iban a enamorar como dos adolescentes, aunque los dos eran personas maduras…

Capítulo Uno

—¡El siguiente!
La cola se apretujó hacia delante, y Claire Ezrin avanzó un paso hacia su objetivo. Ese día no le había ido bien. Su despertador decidió retirarse la mañana en que el nuevo decano de la facultad de medicina tendría su primera entrevista con los miembros del personal, y las cosas habían ido cuesta abajo a partir de entonces. En el cuarto de baño, un vistazo al espejo le mostró que era un mal día para su pelo. Luego se cepilló con el tubo de óxido de cinc en lugar del de pasta de dientes. Después de cepillarse y enjuagarse varias veces para librarse del horrible sabor en su boca, se echó por la cara la muestra de crema antiarrugas y no la de crema hidratante que le dieron en la droguería. Mirándolo por el lado bueno decidió que podría quitarle algunas arrugas, y que sería más prudente olvidarse de maquillarse.
El traje rojo que la iba a ayudar a dar una buena impresión, tuvo que quedarse en el armario porque todas sus medias estaban en la secadora, mojadas, porque se había roto durante la noche. Tenía medias hasta la rodilla en una de las cajas que aún no había abierto, pero tras echar un vistazo al reloj, decidió afeitarse justo hasta el dobladillo de su falda más larga. No le sorprendió que al sacar la falda de la percha, se le cayera directamente al retrete, por suerte después de haber tirado de la cadena. Un viejo par de pantalones grises eran lo único que pegaba con el jersey que no podía quitarse porque se le había pegado el pelo mientras intentaba hacerse un moño. Y así fue como decidió sentarse en medio de la última fila en la reunión del personal y hundirse lo más posible en el asiento.
La fila siguió avanzando hacia delante y Claire vio que sería la siguiente. Como no tuvo tiempo para desayunar, echó el resto de la sopa que había preparado para almorzar en el plato del gato en lugar de en el suyo. Después de eso, el coche arrancó a la primera y el trayecto hasta Albuquerque fue como la seda. El nuevo decano había anunciado que atrasaría las visitas e inspecciones hasta después de las vacaciones. Eran noticias muy buenas especialmente para el departamento de tecnología médica, con poco personal y en medio de los exámenes finales en ese momento. Cuando el decano fuera a inspeccionarlos, todo habría vuelto a la normalidad, y con suerte, Sylvia, la jefa de departamento, habría encontrado dos médicos más que quisieran cambiar el laboratorio por las clases. Tontamente, Claire se atrevió a pensar que su mala suerte había cambiado.
No fue así. Sólo fue una tregua en la acción, para que así pudiera apreciar mucho más el gran final. Cuando los estudiantes estaban entregando los exámenes, el ayudante de laboratorio tropezó con la bandeja de especímenes. Ninguno de ellos se perdió el maletín abierto de Claire. Durante la siguiente limpieza, enjuague, desinfección y disculpas, Claire encontró la factura del impuesto de su nueva casa. Y por eso en ese momento estaba de pie en fila en el despacho del tesorero en lugar de corrigiendo exámenes finales. ¿Por qué iba a esperar un día más si podía solucionarlo ése?
—¡Siguiente!
Claire avanzó al oír la aguda voz masculina, con la factura ligeramente húmeda en su mano.
A mediados de noviembre todos los años, el tesorero o recaudador de impuestos, les enviaba las facturas de impuestos por propiedades. Los ciudadanos de Albuquerque no apreciaban ese adelantado regalo de Navidad, y no era exagerado decir que el recaudador de impuestos era el hombre más odiado en la ciudad durante ese mes.
Jack Herrod sabía que ese año era especialmente odiado por el aumento de los impuestos.
Cuando él ocupó ese puesto en enero, bromeó diciendo que no le importaban las hostilidades a las que normalmente se enfrentaba un recaudador de impuestos, porque él era un abogado y estaba acostumbrado a abusar, pero ese día se sentía él mismo algo hostil. El ordenador no dejaba de fallar, su empleada había anunciado que el viernes sería su último día y a él le habían llamado «rey Herrod» demasiadas veces. Sólo faltaban dos semanas para Navidad, pero había una clara falta de espíritu navideño en la gente que le agitaba su factura en la cara. Vio a la siguiente ciudadana que se acercaba, se fijó en que no llevaba anillo y se enderezó. Quizás el día se arreglara.
Claire, sonriendo, le entregó la factura, rezando para que él no se diera cuenta de que estaba húmeda, aunque profundamente desinfectada. Sintió que su sonrisa desaparecía cuando él aceptó la factura, la miró, y su atractiva sonrisa se convirtió en un ceño.
—Buenas tardes, señora Swearingen.
Jack se dijo que era una estupidez decepcionarse al ver en la factura el nombre de un hombre junto al suyo.
—Los Swearingen eran los dueños anteriores —explicó Claire—. Yo compré la casa justo después de que enviaran la factura. Me llamo Claire Ezrin.
Él tecleó algo en su ordenador y luego la miró. Su sonrisa había vuelto.
—¿Cómo está, señorita Ezrin?
Estaba a punto de presentarse cuando ella respondió.
—¿Cómo está usted, señor Herrod?
Jack se dijo que también era estúpido alegrarse tanto de que ella le hubiera reconocido. Por supuesto, con todo lo que él había salido en las noticias locales últimamente, la mitad del estado de Nuevo Méjico lo reconocería. Volvió a teclear su factura y la impresora sacó una hoja.
—Aquí está el total, pero sólo tiene que pagar la mitad, claro. El resto no vencerá hasta el próximo abril.
Aguantó la respiración mientras ella miraba la cantidad. Como una venta generaba automáticamente un nuevo impuesto, la cantidad era más alta que la de los dueños anteriores.
—¡Oh! No es tanto como pensé.
Claire sacó el talonario de su bolso.
—Es la primera vez que oigo eso.
Ella se rió mientras escribía el cheque. Al ver su número de teléfono al revés, Jack rápidamente lo garabateó en un papel y se lo guardó en un bolsillo.
Claire arrancó el cheque y se lo dio.
—He de decir que me sorprende que usted trabaje en el mostrador.
—No podía dejar que mis empleados se llevaran toda la diversión.
Su disposición para el trabajo más pesado no era todo lo que había impresionado a Claire. En la televisión se le veía atractivo, pero en persona… Era más grande de lo que pensó. En una edad en la que la mayoría de los hombres echaban barriga, su estómago estaba plano y sus hombros eran anchos. Se veían antebrazos musculosos bajo sus mangas subidas, y el cuello era ancho y firme. Su rostro era demasiado duro para decir que era guapo, pero su mandíbula y su boca indicaban fuerza de carácter y las arrugas alrededor de los ojos un buen sentido del humor. Su pelo era color azúcar y canela, grueso y muy corto. A ella no le gustaba el pelo corto, pero en él no estaba mal. Nada mal. Sus cejas seguían muy oscuras, un tono castaño casi chocolate, al igual que sus largas pestañas.
—Gracias —dijo Jack grapando la factura y el cheque juntos.
Le encantaba el pelo de esa mujer. Era castaño claro, tan claro que parecía plateado. Lo tenía sujeto en un moño, con suficientes mechones escapando para que se viera que era rizado. Llevaba pantalones y jersey algo holgados, pero que indicaban unas bonitas curvas. Claramente no era una de esas mujeres que estaban continuamente a dieta, con miedo de tomar una comida decente. El jersey era gris de cuello vuelto, con motas de otros colores que también aparecían en sus ojos, azul, verde, marrón, dorado… Aunque no era de una gran belleza, su rostro tenía algo que era mejor, humor, inteligencia y honesta simpatía, todo con una luminosidad que le hizo sonreír sin ninguna razón en particular.
Jack tecleó el recibo necesario, le dio al botón de imprimir, y por primera vez en todo el día el cerebro electrónico hizo lo que él quería: entró en coma.
—El ordenador se ha vuelto a estropear —le dijo con falsas disculpas—, pero volverá a funcionar en un par de minutos.
Así disponía de esos minutos para aumentar sus posibilidades de éxito cuando la llamara más tarde. Inclinado un poco sobre el mostrador, olió algo suave y dulce.
—¿Vive cerca de Frost Road?
Su dirección decía Tijeras, un pueblo a unos kilómetros de Albuquerque en el gran cañón que corría entre las dos cadenas montañosas al este de la ciudad, pero el hecho de que ella tuviera tierra junto con la casa significaba que estaba fuera de los límites del pueblo.
—No, estoy en un pequeño valle en medio del cañón.
Él la miró, sorprendido.
—¿El que está frente a Zuxax?
Fue el turno de Claire de sorprenderse.
—Sí, ése. Usted ha debido crecer aquí.
Zuxax era el nombre de un viejo lugar de atracción turística, donde se veían serpientes, que fue demolido unos años antes, y sólo alguien que hubiera crecido en Albuquerque podría recordar el nombre y su localización. A Claire le agradó que fuera un nativo de esa zona, como ella, y no uno de los de fuera que superaban en número a los locales.
—Sí, nací en el viejo hospital Indio —sonrió—. Ha debido ser duro mudarse durante las vacaciones.
—No lo había planeado. Puse mi casa en venta y se vendió tres días más tarde. Aunque realmente no es un grave problema. Mi hermana no podrá venir a casa por Navidad, así que no tengo que preocuparme de desembalarlo y colocarlo todo rápidamente.
Jack vio en sus ojos una tristeza que entendía muy bien.
—Mi hijo no…
Pero fue interrumpido por la impresora, que empezó a trabajar. Al mismo tiempo, su mejor empleada, Donna Luna, apareció corriendo detrás de él.
—Jack, tengo un problema que deberías ver. Jack se giró en la dirección que le indicó Donna, hacia su despacho, donde ella había estado ocupándose del trabajo rutinario. De pie en la puerta del despacho de Jack, había una mujer mayor.
Claire no pudo evitar mirar también.
—¿Mamie? —preguntó sobresaltada.
—¿Conoce a la señora Bonnett?
Claire respondió distraída a la empleada de Jack.
—Sí, la conozco desde hace años… ahora es mi vecina.
Mamie tenía ochenta y un años. Siempre había parecido quince años más joven… hasta ese momento. Su cuerpo alto y delgado había encogido, su rostro estaba muy arrugado y sus ojos tenían la mirada vacía y perdida de la senilidad.
Viendo la posibilidad de una huida limpia, Donna actuó rápidamente.
—Bien, así alguien estará con ella —la impresora se paró y Donna arrancó el recibo y se lo dio—. Jack —se ofreció—. Yo seguiré aquí para que tú puedas volver a tu despacho.
Una vez que Jack y Claire se marcharon en la dirección correcta, ella se cruzó de brazos sobre el mostrador y miró feliz a la larga cola.
—¡Siguiente por favor!


Jack hizo entrar en su despacho a las dos mujeres y luego cerró la puerta.
—Soy Jack Herrod, el tesorero, señora Bonnett… —se presentó y le puso suavemente una mano en el codo para guiarla a una silla frente a su mesa.
Se volvió para ofrecerle otra silla a Claire pero ella ya se había sentado. Cuando él fue a su sitio, Claire sujetó una mano de Mamie entre las suyas.
Claire estudió preocupada a la mujer. Mamie no era una vieja senil. Se habían conocido hacía unos veinte años, mientras Claire estaba estudiando para obtener su título de medicina y se mantenía haciendo análisis de sangre en el hospital universitario a primera hora de la mañana, donde se encontraba muy a gusto, hasta que la asignaron a la unidad de pediatría. A los quince minutos sintió tantas ganas de llorar como sus pequeñas víctimas. Ni siquiera podía ocuparse de los pinchazos para pruebas que requerían una o dos gotas de sangre, y mucho menos clavar la jeringuilla a los que necesitaban un tubo entero. En ese momento, la enfermera jefe, Mamie Bonnett, se acercó a ella sin condescendencia, y con su bolsa de «trucos», un par de canciones tontas y un mono de juguete que contaba bromas, sujetó suavemente pero con firmeza a los pequeños. Después de graduarse, Claire encontró un trabajo en el mismo hospital y vio a Mamie regularmente hasta que se marchó a enseñar, pero se enteró de que Mamie había sido trasladada a la guardería y que su marido había muerto. Claire envió una tarjeta e hizo una donación para comprar flores. Descubrir unas semanas antes que Mamie sería su vecina fue una agradable sorpresa.
—Mamie —le dijo suavemente—. ¿Qué ocurre?
Mamie suspiró.
—Oh, Claire, me he metido en un lío y ahora voy a perder mi casa.
—¿Qué ha pasado, señora Bonnett? —preguntó Jack Herrod con la misma expresión preocupada que Claire.
Mamie respondió sin vacilar, aunque el modo en que apretó la mano a Claire indicó que no le resultaba fácil.
—Cuando mi marido murió, descubrí que liquidó todo el dinero de nuestra pensión de jubilación y puso el dinero en un negocio de un amigo suyo. Yo amaba a Leo, pero era un absoluto idiota en lo referente al dinero. Un mes después, ese negocio se fue a la quiebra, y entonces fue cuando yo encontré los papeles que Leo firmó haciendo a los inversores responsables de las pérdidas. Su amigo se declaró en bancarrota para protegerse. Imagino que yo también debí hacerlo, pero hipotequé mi casa, pagué mi pensión y devolví el dinero.
—¿Y su abogado lo aprobó? —preguntó Jack.
—No, pero yo lo había estudiado todo y sabía que estaría bien económicamente… hasta… —suspiró disgustada—, que me rompí la cadera.
—¿Te rompiste la cadera? ¿Cuándo? —preguntó Claire.
—Hace cuatro años. Pero ya estoy bien. Con la Seguridad Social y la pensión de Leo, podía pagar la hipoteca, pero no pude pagar los impuestos de propiedad ese año. No volví a trabajar tan pronto como pensé, y entonces sólo lo hice un día a la semana, así que tampoco pagué el año siguiente. Finalmente pude ahorrar algo de dinero cada mes, pero cada vez que parecía que podía ponerme al día, ocurría una emergencia… un tejado nuevo, el pozo roto… —se encogió de hombros—. Y volvía a quedarme sin dinero de nuevo. Cuando empecé a trabajar cuatro días por semana el mes pasado, sabía que podría pagar los impuestos y penalizaciones y finalmente tenerlo todo al día para esta época el año que viene. El condado nunca parecía muy preocupado por el dinero. Recibía una carta una vez al año, recordándome que iba atrasada en el pago, pero eso era todo, así que imaginé que tenía tiempo. Pero ayer, me llegó esta carta.
Mamie se soltó de Claire y sacó la carta de su bolso. Antes de poder dársela al tesorero, Claire extendió la mano, y tras vacilar, Mamie se lo dio.
Jack estaba furioso. Hacía años que Mamie había cumplido la edad normal de retirarse, y esa mujer debería haberse tomado la vida con tranquilidad, y no esperando poder trabajar unos días. Claramente no estaba preparada para una mecedora, pero al menos debió tener esa opción. Y quien fuera su abogado debía ser azotado por dejar que pagara con su casa. ¿Y dónde diablos estaba su familia? Bueno, no importaba, ellos dos la ayudarían.
Claire se puso a leer la carta. Jack debería ayudar a esa mujer estuviera Claire allí o no, pero no estaría nada mal que ella viera cómo lo hacía. Sonrió satisfecho, pero su sonrisa se desvaneció cuando ella terminó de leer y levantó la cabeza.
—¿Usted envió esto?
Su tono era tranquilo, pero él no se dejó engañar. Estaba furiosa. Sin decir palabra, extendió la mano para que le diera la carta. La leyó, sintiéndose peor a cada palabra. Unos meses antes él le dijo a su secretaria que fuera dura en las cartas a los que iban atrasados en los pagos, con la idea de asustarlos pero no de dejarlos fuera de combate. Palabras como «inmediata confiscación y posibles cargos civiles si no paga en treinta días», le hicieron sentirse como un ser horrible. Él no había escrito esa carta, pero sí era su culpa, porque no la comprobó antes de ser enviada.
—Sí, yo la envié —dijo inexpresivo.
Antes de que pudiera añadir que no debió hacerlo, Claire se puso de pie.
—Hemos tenido gente baja en este despacho, pero nunca tanto como usted.
Jack también se levantó.
—Señorita Ezrin, la señora Bonnett nunca debió recibir esta carta. Por favor, deje que le expli…
Claire no le prestó atención.
—Vámonos, Mamie —tiró de la mujer—. No tiene sentido perder más tiempo.
Miró a Jack de un modo que fue como un puñetazo. Mamie también intentó calmar a Claire.
—Claire, él sólo hacía su trabajo. Pienso que…
—¡Ya! Su trabajo no es echar a pobres viudas de su casa, ¡y en Navidad!
Mamie, dándose cuenta de que estaba frente a una criatura imparable, dejó que Claire se la llevara y cerrara la puerta de golpe.

sábado, 28 de diciembre de 2013

Especial de Navidad, 28 de diciembre del 2013


Continuamos este especial de Navidad con la segunda parte de la Antología "Cuentos de Navidad" de 1996 titulada "Un Regalo Sorpresa" de Jennifer Greene.


Antología Cuentos de Navidad 1996
Título: Un regalo sorpresa (1996) 
Título Original: Twelfth night (1995)
Autor: Jennifer Greene
Editorial: Harlequin Ibérica
Sello / Colección: Internacional 134
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Will Montana y Laura Stanley


Sinopsis


¿Quién necesita el muérdago cuando están alrededor los pequeños ayudantes de Papá Noel?
Un día de Navidad, la hermana de Laura apareció en la puerta de su casa con un bebé en brazos para que ella lo cuidara durante un tiempo. Y aquel niño hizo que, de pronto, la relación entre Laura y su novio empezara a cambiar drásticamente.

Capítulo Uno
Laura Stanley estaba secándose las manos en un trapo de la cocina cuando oyó un golpe en la puerta. Eran más de las once.
Fue a la puerta y abrió. Cuando vio al hombre que había de pie, se llevó la mano al corazón.
—¡Santa Claus! ¿Qué haces en la calle? Es Nochebuena, por el amor de Dios. ¡Se supone que tienes que estar entregando regalos!
—Lo estoy haciendo. Ésta es mi parada más crítica.
Laura inclinó la cabeza y miró suspicaz al recién llegado.
—No sé si debería dejarte entrar. ¿Tienes alguna credencial? A mí me parece que tienes pinta de ladronzuelo, y no veo ningún reno ahí fuera.
Laura miró detrás de él. El coche deportivo negro aparcado frente a su casa no tenía nada que ver con un reno y un trineo, aunque el intruso llevaba un auténtico sombrero rojo de Santa Claus y un voluminoso saco echado al hombro. Pero la cazadora de cuero tampoco tenía que ver con el atuendo de Santa Claus, e incluso en las sombras del porche, Laura podía ver que el tipo era fuerte y elegante. No había barriga, mejillas regordetas ni barba blanca. El pelo le llegaba al cuello y era negro. En lugar de inocentes ojos azules, los suyos eran oscuros e impenetrables.
—Traigo regalos, pero tienes que dejarme entrar para sacarlos.
—¿Crees que puedes sobornarme con regalos?
—No, claro que no. Pero si quieres credenciales tengo que sacar los regalos para mostrártelas. Y no quiero sacar los regalos aquí, en la nieve. O sea que si me dejas entrar sólo durante un par de segundos…
Laura odiaba ceder a una estafa tan clara. Pero se había levantado un viento helado y caían copos de nieve. Su conciencia no sobreviviría si ese hombre se quedaba helado en su porche. Así que se cruzó de brazos y lo dejó entrar.
El se quitó los zapatos de cuero en la puerta, pasó y dejó la bolsa en una silla, actuando como si conociera la casa.
Ella cerró la puerta sin dejar de mirarlo. Él se quitó en seguida el sombrero de Santa Claus y la cazadora de cuero. Dejó todo eso también en la silla, respiró profundamente y miró alrededor.
La única iluminación en el diminuto salón era la de las velas y las luces del árbol de Navidad.
El árbol estaba alegremente decorado y debajo había regalos. Las velas llenaban toda la repisa de la chimenea. El brillo de la decoración navideña lo llenaba todo, y los tonos rojos y verdes contrastaban con la original decoración azul.
La habitación abarrotada no pareció molestarlo. Nunca había visto antes esa casa adornada para Navidad, pero movió la cabeza como si el lío y la confusión fueran exactamente lo que había esperado. Se acercó al árbol y enderezó el ángel en la punta.
Luego se acercó a ella y sus ojos se encontraron.
—Ven aquí.
—¿Yo?
—¿Hay alguna otra morena de pelo rizado con ojos castaños en la casa que se llame Laura Stanley?
—No, sólo yo.
—Pues ven aquí y te daré una de esas credenciales que me habías pedido.
Ella lo hizo, con cuidado. Él no pegaba en esa casa… ni en su vida. Posiblemente Laura tuviera harina en la punta de la nariz, ya que había estado preparando la comida de navidad del día siguiente. Y su sudadera roja, vaqueros viejos y calcetines de Mickey Mouse, eran de las rebajas.
Y él estaba impecable. La camisa blanca era de lino y el reloj que llevaba en la muñeca tenía pinta de costar un riñón. Pero no era sólo el dinero lo que le daba ese aspecto intimidante. Incluso de pie, quieto, su cuerpo emanaba poder y tensión, y una fuerte energía viril. El rostro tenía pómulos salientes y mandíbula fuerte. El pelo oscuro y despeinado contrastaba con su piel blanca, y los ojos negros parecían penetrarlo todo. No tenía ni un rasgo suave, y no era guapo, aunque Laura lo encontraba muy atractivo.
A los treinta y un años, Laura era demasiado madura para dejarse llevar por un montón de química masculina. Tendría que esta loca para arriesgarse emocionalmente con un tipo así.
Pero él le acarició la barbilla con los nudillos, haciéndola levantar la cabeza, y entonces la besó.
El primer beso fue frío. Sus labios estaban tan helados como el paisaje nevado fuera. Pero eran sorprendentemente suaves comparados con las líneas duras de su rostro.
Y los labios se calentaron deprisa. Igual que él.
Cuando Laura le subió las manos por los hombros, pudo sentir que la tensión poco a poco desaparecía de sus músculos. Will Montana rara vez perdía, siempre estaba relajado, siempre parecía dispuesto a luchar contra una banda de matones. No había matones en su casa, ni guerras que luchar, pero él siempre tardaba un tiempo en darse cuenta.
Sus ojos negros empezaron a arder, y la besó con más profundidad, como si ella fuera lo único bueno que había tenido ese día.
Seis meses antes, cuando Will se paró para ayudarla a cambiar una rueda pinchada, ella se sintió encantada por su caballerosidad, pero nunca esperó volver a verlo. Durante mucho tiempo no pudo comprender por qué Will quería verla cuando no tenían nada en común, ni en el aspecto económico ni en el temperamento. Pero ésa no era la primera vez que él la besaba como si ella fuera lo único que hubiera entre él y la locura de la vida. Will era estupendo en su trabajo, un triunfador, pero era horrible relajándose y olvidándose de ello.
Nunca bajaba la guardia… hasta que la tocaba. Siempre era un extraño poderoso que le daba miedo… hasta que ella lo tenía entre sus brazos.
Laura metió los dedos en el pelo de su nuca. El beso se volvió más húmedo y oscuro. Ella movió el cuerpo, acurrucándose contra él, y un torbellino de sensaciones la sacudió.
A veces no se sentía muy segura de él, y se daba cuenta de que Will nunca mencionaba el matrimonio, el futuro o los hijos, todo lo que a ella le importaba. Pero enamorarse de él había sido muy fácil y las razones, elementales. Él la hacía sentirse toda una mujer. La hacía sentirse más necesitaba que el aire. Ella nunca había deseado así a otro hombre.
Laura se apartó porque tenía que respirar.
—Bueno, parece que eres tú y no Santa Claus.
—¿Has tenido que besarme para darte cuenta? ¿Besas a todos los hombres que aparecen en tu puerta para comprobar su identidad?
—A todos no. Sólo a los que entran llevando sombreros de Santa Claus. Ha sido un disfraz muy efectivo. Durante un momento me habías engañado completamente.
Will sonrió y sus ojos se iluminaron. Le sujetó la mano que tenía apoyada en su pecho.
—Tienes problemas, Laura Stanley.
—Eso no es nuevo. Lo supe en cuanto te dejé entrar.
—Si no apartas las manos de mi cuerpo, no podrás abrir los regalos durante un largo rato —dijo mirándola con intensidad.
—No necesito otros regalos. Estoy muy contenta con el que tengo ahora mismo frente a mí.
—Ése será el último. Estoy deseando que los abras.
—Hasta mañana no es Navidad —protestó Laura.
Pero Will insistió, tirando de ella.
Una vez Laura estuvo instalada en la alfombra junto al árbol, Will sacó el montón de regalos de su saco. A Laura se le puso un nudo en la garganta. Debió imaginar que Will querría con ella una navidad privada. Ella le había convencido para que fuera a comer al día siguiente.
Sólo iría su padre, ya que su única hermana se había mudado al otro lado del país. Pero Will había crecido solo, un huérfano, y se sentía incómodo con las fiestas y tradiciones familiares.
Laura entendía que él quisiera compartir con ella una Navidad privada, pero esa generosidad era demasiado. El primer paquete era un camisón blanco de seda. El siguiente, un montón de películas clásicas para el vídeo. Había calcetines de Mickey Mouse para un año, una caja de bombones, una enorme toalla de baño roja, un jersey de lana.
Con cada paquete se sentía más incómoda. Ella siempre había sido más feliz dando que recibiendo. Pero él se estaba divirtiendo y ella no quería estropearle el momento. Así que todo fue más o menos bien hasta que abrió el último regalo. Era una caja pequeña de terciopelo negro, y dentro había un colgante de zafiro en forma de corazón, precioso.
—Will… no puedes hacer esto.
—Puedes cambiar lo que no te guste.
—No tiene nada que ver con el gusto. Es porque me has dado demasiados regalos y has gastado mucho dinero. Y no puedo aceptar algo así.
Tenía miedo de tocar la joya. La cadena de oro era muy delicada y los zafiros parecían tener vida propia.
—¿Por qué?
—Porque yo no puedo hacerte a ti lo mismo.
Él también estaba rodeado de cajas. Laura le había comprado guantes y una bufanda que él se había puesto al cuello, ilusionado como un niño.
—Laura, de niño nunca tuve nada. Ahora tengo mucho dinero y no hay ninguna razón por la que no pueda gastarlo como más me guste. Y adoro sorprenderte. ¿Qué tiene de malo?
No era la primera vez que ella intentaba discutir el problema de su extravagancia, pero era imposible.
—Sorprenderme está bien. Las sorpresas son maravillosas, pero aceptar un colgante así es… diferente. Es demasiado caro. Y no quiero que pienses que tu dinero me importa.
El la miró divertido.
—Bueno, si ése es el único problema… Ya sé lo que opinas de mi dinero. Deberías haberme dejado que cambiara el tejado de esta casa si no fueras tan alérgica a un poco de ayuda. Y también deberías haberme dejado que cambiara tu vieja y oxidada lavadora. Casi me cortaste la cabeza cuando te arreglé los frenos del coche, ¿recuerdas? Pensé que ibas a estrangularme.
—Yo puedo arreglar los frenos de mi coche.
—Lo sé, señora Independiente. Pero estabas esperando un cheque el viernes, y esos frenos fallaron el martes. Era una cuestión de seguridad, no de dinero.
—Estás intentando distraerme. No estamos hablando sobre frenos, sino sobre colgantes.
—Puedes tirarlo si no lo quieres.
—Por encima de mi cadáver. Te estoy diciendo que no necesito que seas tan extravagante conmigo. Habría sido muy feliz con un llavero, por el amor de Dios…
—¿Necesitas un llavero nuevo?
Eso bastó. Laura se echó sobre él con un gruñido de frustración. Will era capaz de salir a comprarle un llavero incluso a esa hora. Tenía que haber algún modo de distraerle para que pensara en otra cosa.
Y la había.
El beso fue para él como un narcótico. Cayó hacia atrás, sobre los lazos y papeles de regalo. Y la tenía sujeta de la cintura, así que ella cayó encima.
Sus lenguas se encontraron. Will estaba hambriento y sus manos tocaban su cuerpo sin parar. Ella sintió que su cuerpo se puso duro y caliente de deseo.
—No voy a quedarme con el colgante.
—Ya hablaremos de eso… pero luego.
La puso bajo él. Rápidamente, se dio cuenta de que ella no llevaba sujetador bajo la sudadera. Fue un error peligroso no ponerse sujetador estando Will cerca, pero era muy divertido tentarlo.
Él necesitaba tentación. Había cientos de cosas que ella no entendía sobre el hombre misterioso de quien se había enamorado. Pero sabía que no tenía apellido. Él había elegido Montana porque fue el estado en el que nació, y no tenía ningún lazo familiar con nadie. Quizás él amara ese abandono porque fue abandonado de pequeño. Quizás se entregara tan completamente porque era el único modo de expresar sus sentimientos.
Laura consiguió quitarle el cinturón y sacarle la camisa. Quería tocarlo, pero él no la ayudaba. Will ya le había quitado la sudadera y había metido la cabeza entre sus pechos. Sus mejillas eran rugosas y eróticas, especialmente comparadas con su lengua. Will conocía su cuerpo mejor que ella misma.
Al final Laura ganó la batalla con los botones de la camisa y se la quitó. Cuando su pecho quedó desnudo, ella extendió las manos por su piel.
La luz de las velas brillaba en la cara de Will, reflejando la solitaria oscuridad en sus ojos. Las luces de colores del árbol se reflejaban en sus enormes hombros desnudos. Ese hombre solitario que necesitaba una familia había sido el que le había robado el corazón, y no el amante extravagante y alocado.
Aunque posiblemente su relación con él era sólo un sueño. Posiblemente su misterioso caballero evitaba temas como los bebés y las familias porque no tenía interés en ello y nunca lo tendría.
—¿Qué ocurre, Laura?
—Nada.
Lo besó con fuerza, queriendo borrar todos sus miedos. Dado su pasado, era normal que él no quisiera compromisos. No sabía nada de la felicidad de una familia, y Will no era un hombre al que se pudiera forzar.
Aún así, ella nunca había estado tan enamorada.
—Laura.
—Sshh…
—Laura, hay alguien en la puerta. Están llamando.
No era posible. Laura acababa de oír el reloj de cuco en la cocina que había dado las doce. Nadie podría llamar a esa hora.
Pero entonces oyó los golpes impacientes en la puerta, y miró a Will confundida.
—No puede haber nadie ahí.
—Pues lo hay. Yo me ocuparé.
Will recogió su camisa y se puso de pie.
Laura se pasó una mano por el pelo revuelto. Se levantó y buscó su sudadera. Se la puso y trató de ordenarse el pelo mientras iba también hacia la puerta.
Cuando Will la abrió, sus anchos hombros le bloquearon la visión.
—¿Quién es?
Entonces se puso junto a Will y lo vio.
No había visto a su hermana pequeña desde hacía un años. A Laura nunca le había gustado el hombre con el que ella se casó tres años antes, pero la pareja se había mudado a Oregón, lo que parecía el otro lado del mundo.
Deb se quedó embarazada el año anterior, y a pesar de que las conferencias eran muy caras, Laura llamaba a menudo a su hermana. Y estaba preocupada, porque últimamente Deb le parecía distinta. Ella sabía que el embarazo suponía un trastorno emocional, y Deb le había dicho una y otra vez que estaba bien y feliz, de manera que pensó que se preocupaba sin necesidad pues, según creía, su hermana no tenía ninguna razón para mentirle.
Pero no se dio cuenta hasta ese momento de lo bien que mentía Deb.
Deb no llevaba sombrero, y su vieja chaqueta de lana estaba abierta y sin botones. Habría perdido casi diez kilos desde la última vez que Laura la vio, y a su hermana nunca le había sobrado peso precisamente. Deb siempre había sido la bella de la familia, pero en ese momento tenía las mejillas hundidas y el rostro demacrado, y el pelo despeinado. Y sus ojos, sus maravillosos ojos llenos de vida, estaban llenos de miedo.
—¡Laura!
Deb echó una mirada rápida a Will pero luego se dirigió a su hermana. Pareció desmoronarse. Se le llenaron los ojos de lágrimas y al instante empezó a llorar descontrolada.
Laura, atónita, corrió hacia su hermana con los brazos abiertos.
Algo tarde se dio cuenta de que Deb no era la única ahí fuera.
El bebé en los brazos de su hermana estaba acurrucado hecho un ovillo y llorando sin parar.

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