jueves, 26 de diciembre de 2013

Especial de Navidad, 26 de diciembre del 2013


Hola de nuevo a tod@s, hoy tenemos otro frío e invernal día de Navidad pero que intentaremos hacerlo algo más llevadero y acogedor con la última parte de esta Antología, titulada "Esperanza en los corazones" de Sondra Stanford


Publicada en la antología «Otras historias para una Navidad 1993» (Silhouette Christmas Stories)
Título: Esperanza en los corazones (1993)
Título Original: Hearts of Hope (1992)
Autor: Sondra Stanford
Editorial: Harlequin Ibérica
Sello / Colección:  Internacional 87
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Rob Green y Mary Shelton

Sinopsis

Rob Green no pudo evitar reírse cuando se topó con el enorme árbol de Navidad que Mary Shelton había adquirido para su casa. ¿Cómo podría el más pequeño apartamento de la ciudad contener ese enorme árbol? La mujer estaba esperando un milagro. Pero una mirada a Mary dejó a Rob pensando... en los árboles, el múerdago y el milagro de la Navidad.

Capítulo Uno

Mary Shelton abrió la pesada puerta y salió al exterior de la escuela primaria de Hope. Su amiga, la profesora de primer grado Jan Crane, la seguía.
Era una tarde brillante y soleada de primeros de diciembre, pero la belleza del día engañaba. Mary se alegró de haberse puesto la gruesa chaqueta sobre la falda negra y la suave blusa blanca. Jan, ataviada sólo con un vestido de seda, se estremeció mientras buscaba en su bolso las llaves del coche.
—¿Quieres que te lleve, Mary? —preguntó—. Hace bastante frío.
—Gracias, pero sólo vivo a dos manzanas de aquí —repuso la otra—. Además, eso me dará tiempo para organizar mis ideas.
—No te atormentes demasiado —le aconsejó su amiga—. Serás una buena directora del programa navideño.
Mary hizo una mueca.
—Espero que tengas razón, pero me sentiría mejor si tuviera ya experiencia en ese tema. Por lo que tengo entendido, va a ser difícil superar a Jackie Murphy.
En la reunión de profesores que acababa de tener lugar, el director de la escuela le había comunicado que tendría que ocuparse de dirigir el programa especial navideño de la escuela. La profesora de quinto grado que se había ocupado de ello durante los últimos veinte años, se recuperaba en el hospital de una apendicitis.
—Hace un buen trabajo, sí —admitió Jan—, pero tú también lo harás. Y Lydia Willis te ayudará mucho. Ha ayudado a Jackie en los últimos años, así que conoce todos los trucos.
—Ojalá se hiciera cargo del programa y me dejara a mí ser su asistente —dijo Mary.
Aquel era el primer semestre que enseñaba en la Escuela Hope y, en su calidad de recién llegada, no se sentía demasiado cómoda asumiendo ya una tarea de tanta responsabilidad.
—Lydia no sabe solfeo. Tú eres la única músico que tenemos aquí además de Jackie, así que no había más remedio que cargarte con eso.
—Lo sé —asintió Mary—. Pero espero hacer honor a la tarea. Me han dicho que toda la ciudad suele venir a vernos.
Jan sonrió.
—No hay muchas diversiones en Hope, Texas. Así que todos acudimos siempre que hay ocasión —se echó a reír al ver la expresión de ansiedad de su amiga—. Vamos, mujer, no es para tanto. Recuerda que tú sólo eres la directora, no la estrella del programa. Lo son los niños. La gente viene a verlos a ellos y no hay audiencia más complaciente que la formada por mamás, papás, abuelas y abuelos. Nadie te prestará la más mínima atención a ti.
Mary se echó a reír.
—Gracias. Eso es justo lo que necesitaba mi ego.
Jan también se rió.
—Bueno, me voy al supermercado. Pete tenía una entrevista para un empleo hoy en Nacogdoches, así que llegará tarde a casa. Quiero prepararle una buena cena para cuando vuelva.
—No sabía que pensarais mudaros.
La cara de Jan se ensombreció. Su esposo estaba desempleado desde que cerró la planta de refrigeradores de Ledbetter, siete meses atrás.
—Si encuentra un trabajo bien pagado en otra parte, tendremos que mudarnos. ¿Qué podemos hacer? Hay mucha gente en nuestra situación —dijo con tristeza—. Si no cambian pronto las cosas, la escuela empezará a perder muchos alumnos a medida que se marchen sus padres. ¿Y qué pasará entonces con nuestros empleos? —se encogió de hombros con aire filosófico—. No tiene sentido preocuparse por lo que no se puede evitar. Nos veremos mañana, Mary.
A pesar del frío, la joven anduvo lentamente. No tenía prisa por encerrarse en la pequeña casa que había alquilado en Oak Grove. Se había trasladado a la pequeña comunidad de Hope para dar clases al segundo grado de la escuela. Como había crecido siendo hija única en un rancho de Texas, nunca se sentía aburrida en soledad, pero en los últimos meses, desde su fiasco en Abilene, había empezado a pensar que quizá pasaba demasiado tiempo sola.
Los demás profesores de la escuela eran bastante amistosos, pero la mayoría tenía muchos más de los veintiséis años que tenía ella. Jan era la única de edad parecida y probablemente la mejor amiga que tenía allí, pero estaba ocupada con su esposo y su niño, así que no se veían mucho fuera de la escuela.
El señor Starr, el anciano viudo vecino de Mary, estaba fuera, barriendo su porche delantero cuando se acercó a su casa. Levantó una mano y ella le devolvió el saludo.
Al entrar, la recibió el silencio de la casa vacía. Otras personas tenían vidas interesantes a las que volver después del trabajo; maridos, esposas, niños. Ella no tenía a nadie que se preocupara de si iba o venía.
Se quitó las botas y se preparó una taza de té caliente. Cuando estuvo lista, se la llevó a la sala de estar, donde se sentó ante el piano y empezó a tocar las notas de «Dulce Navidad».
El piano era la razón principal por la que había alquilado aquella casa en particular. Había pertenecido, junto con el resto de los muebles, a la difunta hermana de la casera y le había ayudado a pasar muchas horas solitarias. Afortunadamente, siempre podía entretenerse con la música o los libros.
A pesar de sus vacilaciones al hacerse cargo del programa navideño de la escuela, no le importaba el trabajo extra. Prefería estar ocupada a tener demasiado tiempo para pensar. Mary temía a la Navidad. No estaba segura de poder soportarla sola cuando el año anterior había estado con su abuela y Wayne.
Aquel año, sin embargo, no tenía a nadie.
Dejó caer la tapa del piano, se puso en pie y volvió a ponerse los zapatos. Cogió el bolso y la chaqueta y se dirigió a la puerta.
La mejor arma contra la depresión era hacer algo. No pasaría nada si tenía que estar sola en Navidad ni tenía a nadie con quien intercambiar regalos. Se pagaría la mejor Navidad que pudiera permitirse.
Se metió en su coche Honda y condujo por la calle principal. Pasó el supermercado, el banco, una gasolinera y una oficina inmobiliaria. Justo después de la droguería había un solar que solía estar vacío. Ahora había allí un pequeño edificio metálico prefabricado rodeado de docenas de árboles de Navidad.
La joven aparcó y salió del coche con la intención de comprarse el árbol más grande y bonito que pudiera encontrar.


Rob Green abrió la puerta de la casa prefabricada. Sus ceñidos tejanos estaban manchados de grasa y restos de tierra roja. Su camiseta aparecía tan sucia como los pantalones, pero estaba semioculta por una chaqueta vaquera. Sus botas camperas hacían juego con el resto de su atuendo, que demostraba que había estado trabajando duro.
Sus ojos marrón oscuro estaban casi ocultos por el borde de una gorra azul de béisbol; observaba a los clientes inspeccionar los árboles. Le divertía ver a una familia completa reunirse juntos para debatir los méritos de un árbol sobre los demás antes de tomar una decisión.
Ed Watson, amigo y vecino de Rob, era el dueño de aquello. En aquel momento, estaba ocupado ayudando a un cliente a cargar un gran árbol en una camioneta. Sólo le había saludado con la cabeza al verlo llegar.
El hermoso día soleado había degenerado ya en un atardecer nublado y frío. Las luces cercanas aparecían rodeadas por halos de humedad.
Cuando Ed se quedó libre, se unió a Rob en el interior del pequeño edificio que hacía las veces de oficina temporal.
—Hay café recién hecho. ¿Quieres una taza?
—Muy bien.
La minúscula estancia contenía dos sillas, una mesa que servía de escritorio y otra mesa más pequeña que sostenía la cafetera.
—¿Qué vas a hacer esta noche? —preguntó Ed, mientras servía el café.
—Daré una vuelta hasta que sea hora de recoger a Holly. Está haciendo un proyecto para la escuela con una compañera de clase. La madre de la otra chica la ha invitado a cenar, así que le dije que la recogería a las ocho —miró su ropa sucia—. No he tenido tiempo de ducharme y cambiarme antes de traerla. He pasado la tarde arreglando vallas y trabajando con el tractor.
Ed asintió comprensivo. Los dos hombres eran hijos de granjeros y se habían criado a media milla de distancia el uno del otro. Ed seguía cultivando la tierra de su familia. Había construido una casa moderna para su esposa y sus hijos cerca de la granja en la que seguía viviendo su madre. También trabajaba la mayor parte de la tierra que Rob había heredado de sus padres. Rob seguía viviendo en los terrenos, en una casa nueva, pero había dejado de cultivar la tierra para montar una compañía inmobiliaria en la ciudad. Sólo conservaba un par de prados para dar de comer a unas cuantas cabezas de ganado y a sus caballos.
—¿Cómo van los negocios? —preguntó, cogiendo su café.
—No van mal teniendo en cuenta que sólo estamos a primeros de mes —declaró Ed—. ¿Quieres elegir un árbol?
Rob sonrió.
—Ya conoces a Holly. Si no vamos al bosque a cortar uno nosotros mismos, no me lo perdonaría nunca.
Ed asintió. Aunque todos los años vendía árboles de Navidad, a él le ocurría lo mismo con su familia. Empezó a hablar, pero le interrumpió un ataque de tos.
—Parece que te has pillado un buen resfriado —dijo su amigo.
—Sí. No consigo soltarlo y este aire húmedo y frío no me ayuda precisamente.
—¿Y por qué no cierras temprano y te vas a la cama? —miró a través de la puerta—. De todos modos, ya no hay más clientes.
Ed volvió a toser y luego murmuró:
—Creo que lo haré. Cada vez me siento peor —se dio un golpe en la frente—. Oh, se me olvidaba. Le he prometido a la profesora de Randy que le llevaría el árbol a su casa cuando terminara esta noche.
Rob pareció sorprendido.
—¿Desde cuándo entregas árboles a domicilio?
—No lo hago —se inclinó y tosió un par de veces más—. Al menos no como algo normal. A veces se lo llevo a la vieja señora Phillips. Pero la profesora quería ese árbol —señaló un árbol alto con un cartel de vendido colgado de la rama—. Y no podía entrar en su Honda, así que le dije que se lo llevaría después de cerrar —sonrió—. Supongo que se lo debo por soportar a mi hijo todos los días en la escuela.
Rob sonrió. Randy era un niño de siete años bastante travieso. El pobre Ed volvió a toser y su amigo miró su reloj.
—¿Y dónde vive esa profesora? Yo tengo tiempo de llevarle al árbol antes de recoger a Holly. Tú cierra aquí y vete a casa.
—Bendito seas —murmuró su amigo a través de su pañuelo.


Quince minutos después, Rob llegaba a la pequeña casa de Oak Grove. En la parte delantera había un Honda aparcado.
El joven no se había hecho ninguna idea previa de la profesora, pero, desde luego, no estaba preparado para la angélica visión con la que se encontró cuando le abrieron la puerta.
Era una mujer joven y extraordinariamente atractiva, con largo cabello rubio y una figura sensacional resaltada por una falda negra recta y una blusa de seda. Le hubiera gustado saber cuál era el color de sus ojos, pero no estaba lo bastante cerca para verlo.
—¿Señorita Shelton?
La joven lo miró un momento.
—Sí. ¿Deseaba algo?
Rob se tocó el borde de su gorra e inclinó ligeramente la cabeza.
—Le he traído su árbol de Navidad —anunció.
—Pero… el señor Watson…
—Me envía él. ¿Quiere que se lo meta en la casa o lo dejo aquí en el porche?
—¿Le importa llevarlo al porche de atrás?
—Claro que no.
—Voy a dar la luz —dijo ella.
Cuando volvía a la camioneta, Rob pensó que aquella mujer no debía llevar mucho tiempo en Hope o él tendría que haberla visto antes.
Cuando llegó al porche trasero, la luz exterior estaba encendida. La señorita Shelton estaba de pie con los brazos cruzados bajo el pecho.
—No sé dónde quiere ponerlo cuando lo meta dentro —comentó el hombre—. Es un árbol bastante grande. Probablemente tendrá que cortar algunas de las ramas más bajas y parte del tronco antes de poder meterlo en la casa.
—Tiene razón —replicó ella, mientras él apoyaba el árbol en una esquina del porche—. Sabía que era demasiado grande, pero era tan hermoso que no he podido evitar comprarlo —se rió sin ganas—. Me temo que me he precipitado.
A Rob le gustó el tono dulce, casi musical de la profesora. Se limpió las manos contra los tejanos y se acercó más a ella. A la luz brillante del porche, podía verla con claridad. Sus primeras conclusiones habían sido acertadas. La señorita Shelton era más que atractiva; era extraordinariamente hermosa.
El corazón le latió con fuerza y se descubrió mirando sus labios y preguntándose cómo sabrían y si serían tan suaves como parecían. Aquella reacción lo sorprendió. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan fuertemente atraído por una mujer.
Consiguió controlarse lo suficiente para preguntar:
—¿Tiene a alguien que le corte las ramas?
Mary se sintió desconcertada por el magnetismo viril de aquel hombre. ¡Era tan grande! Y ella apenas medía un metro sesenta de estatura. Suponía que era su tamaño lo que la había dejado sin aliento, pero no había nada que pudiera explicar su súbita y repentina atracción por él.
Se fijó en aquellas manos fuertes y se preguntó cómo acariciarían. Después se sintió horrorizada. ¿Se había vuelto loca? No podía creer que estuviera pensando eso de un hombre al que no había visto nunca.
—¿Se encuentra bien? —preguntó él, preocupado, acercándose más a ella.
Mary se ruborizó y lo miró a los ojos. Tras un esfuerzo enorme, consiguió sonreír.
—Estoy bien. Lo siento. ¿Qué decía?
—¿Tiene a alguien que le corte las ramas? Esta noche no tengo tiempo, pero si necesita a alguien que se las corte, puedo traer mi sierra y volver mañana por la tarde.
Mary se sintió tentada de aceptar su oferta. Ella no tenía sierra e iba a necesitar ayuda con aquel árbol tan grande, pero no podía aprovecharse de la buena disposición de aquel hombre. A juzgar por su aspecto, probablemente debía trabajar duro durante el día y acabar agotado.
—Gracias, pero no es necesario —repuso.
Rob asintió con brusquedad.
—De acuerdo. Buenas noches.
—Buenas noches —replicó ella—. Y gracias.
Lo observó bajar las escaleras del porche y entonces recordó el billete que tenía en la mano derecha. Lo había cogido de su billetero al ir a encender la luz exterior.
—Espere —gritó.
Rob se volvió.
—¿Sí?
Mary se acercó al borde de las escaleras y tendió la mano.
—Aquí tiene su propina. Lo siento. Casi se me olvida.
Rob se quedó atónito. Era evidente que la señorita Shelton lo había confundido con un empleado de Ed Watson. No supo si reír, seguirle la corriente o sentirse insultado. Al final hizo un gesto negativo con la mano.
—No es necesario.
—¡Oh, no, por favor! —suplicó Mary—. Ha sido un gran trabajo traerme el árbol. Le debo algo por la molestias. Por favor, me sentiré muy mal si no lo acepta.
Rob se mordió el labio inferior para contener la risa.
—En ese caso, lo cogeré, señora. Lo último que querría en el mundo es que usted se sintiera mal.
Cogió el billete doblado y se llevó la mano a su gorra.
—Muchas gracias, señora. Buenas noches.
Luego dio la vuelta y se alejó con rapidez.

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