viernes, 27 de diciembre de 2013

Especial de Navidad, 27 de diciembre del 2013


Llegamos a otro día más y hoy toca cambiar de Antología, dejamos el año 1993 y llegamos al 1996 con la Antología "Cuentos de Navidad" formada por otras tres historias de otras tres grandes escritoras.
La primera de ellas es "Manos Mágicas" de Janet Dailey.


Historia corta incluida en la antología Cuentos de navidad 1996
Título Original: The healing touch (1995)
Editorial: Harlequin Ibérica.
Sello / Colección: Internacional 134.
Género: Contemporáneo.
Protagonistas: Michael Stafford y Rebecca Barclay

Sinopsis

¿Quién necesita el muérdago cuando están alrededor los pequeños ayudantes de Papá Noel?
Rebecca sabía muy bien lo que era la soledad, por eso comprendía a Michael. Pero la Navidad es siempre especial para los niños y Katie, la hija de Michael, solo tenía ocho años, y ya era hora de que entrara un poco de alegría en aquella vieja casa

Capítulo Uno

—Siento molestarle a esta hora de la noche, doctora Barclay, pero tenemos una emergencia en Casa Colina.
Rebecca Barclay gruñó. ¡Oh, no! ¡No más emergencias esa noche, por favor! Se dio la vuelta en la cama y miró el reloj en la mesilla. Eran las tres de la madrugada.
—¿Cuál es el problema, señor O'Brien? —preguntó, esperando que fuera algo simple.
Normalmente, a Rebecca le gustaba saber de Neil O'Brien, una de sus personas favoritas. Era muy competente con el ganado, y Rebecca sabía que nunca la llamaría a menos que realmente necesitara sus servicios. Pero ella no quería que nadie la necesitara… al menos durante el resto de la noche.
—Tengo aquí a una pequeña cabra que está intentando dar a luz a su primera cría. Pero seguro que algo va mal. Lleva en ello horas y no ha hecho ningún progreso.
Un parto. El parto de una cabra. Rebecca gruñó de nuevo. Algo simple, ¿eh? Era una cruel regla cósmica que ninguna llamada a las tres de la mañana fuera algo simple.
Con un esfuerzo, se obligó a hablar animosa.
—Estaré allí lo antes posible, señor O'Brien.
Rebecca colgó y levantó su cuerpo cansado de la cama. Sólo había dormido una hora desde la última emergencia.
A media noche le había despertado una llamada desesperada del dueño de un gato que vivía al otro lado de la ciudad en el campo. Y Rebecca tuvo que acudir y encontrar con dificultades el lugar en la oscuridad.
El felino llamado Butch, que pesaba casi quince kilos, era liso y brillante, más parecido a una pantera que a un gato casero. Rebecca pasó las dos horas siguientes volviendo a juntar las orejas destrozadas del animal. Como había perdido una pelea con un macho mayor y más fuerte, Butch estuvo de un humor pésimo. A Rebecca le dolían las manos y los brazos de sus arañazos, y su pulgar izquierdo tenía varios agujeros donde él le clavó los dientes.
Por desgracia, ella era la única veterinaria en la pequeña ciudad de San Carlos que estaba dispuesta a hacer visitas a domicilio. Como resultado, la sacaban de la cama varias noches a la semana.
¿Por qué quiso ser veterinario? ¿No era para algo de ayudar a los animales… aliviar el sufrimiento y curar las heridas?
¡Ugh! Dejando las razones altruistas a un lado, no quería ver otro rostro peludo al menos durante un mes.
Se puso los vaqueros y la camisa de cuadros que poco antes había dejado sobre la silla. Se llevó su viejo jersey de lana y su maletín lleno de medicinas e instrumental y corrió a su destartalado camión.
Durante un breve momento se permitió el lujo de respirar el dulce olor de la noche californiana. El delicado aroma de los jazmines plantados junto a su puerta se mezclaba con el de los naranjos del campo.
El aire era algo frío para ser verano. Se puso el jersey y subió al camión.
Ni un sólo faro brillaba en la carretera frente a su casa. San Carlos estaba dormido… exceptuándolos a ella y a Neil O'Brien, y por supuesto, a esa pobre cabra.

—Diez minutos más tarde, Rebecca llegó a Casa Colina, una enorme propiedad al norte del pueblo. La gran casa, una antigua hacienda española con techo de tejas rojas y elegantes arcos cubiertos de enredaderas, brillaba azul y blanca bajo la luna.
Rebecca conocía bien el lugar. De niña, pasó muchas horas felices jugando en la propiedad, explorando los rincones y escondrijos de la vieja casa, los jardines, graneros y huertas. La familia Flores tuvo cinco hijas y ella fue amiga de todas.
Pero con los años, las chicas crecieron, se marcharon a la universidad y se casaron. Finalmente, incluso Gabriela, la más joven, abandonó su hogar. El invierno anterior, sintiéndose perdidos y solos en un lugar tan grande, José y Rosa Flores vendieron Casa Colina y se mudaron a un apartamento en la ciudad.
A Rebecca le dijeron que los nuevos dueños eran gente reservada, y no sabía más de ellos. Incluso los habituales «cotillas» de la ciudad estaban en la oscuridad y hambrientos por cualquier detalle sobre sus solitarios vecinos.
A Rebecca le agradó enterarse de que habían elegido quedarse con Neil O'Brien como vigilante y con su esposa, Bridget, de ama de llaves. Después de trabajar para la familia Flores durante veinte años, Neil y Bridget sabían más sobre el modo de dirigir Casa Colina que nadie. Rebecca le tenía mucho cariño a la pareja y disfrutaba de su compañía. Admiraba los conocimientos de Neil y su amor por los animales, y siempre parecía tener una sonrisa para todo el mundo. Bridget era igual de agradable, ofreciendo una taza de té irlandés y pasteles caseros a todo el que iba a Casa Colina.
Al haber visitado muchas veces la propiedad, Rebecca la conocía bien. No se molestó en ir primero a la casa. Sabía que Neil estaría en el granero con la cabra y Bridget posiblemente estaría durmiendo. Así que pasó con su camión por la parte delantera de la casa y se dirigió hacia una serie de dependencias en la parte trasera.
Con su maletín en la mano, salió del camión y fue a los establos, donde brillaba una luz desde una ventana polvorienta. Entró corriendo, esperando que no fuera demasiado tarde.
O'Brien estaba arrodillado junto a una pequeña cabra blanca que estaba echada de lado sobre un montón de paja. Era una Nubian, la variedad de cabra favorita de Rebecca, conocidas por ser juguetonas y simpáticas y tener orejas largas y blandas. El animal jadeaba con fuerza, agotado de las contracciones. Pero a pesar de sus esfuerzos, no había señal de un recién llegado.
Con la atención centrada en su paciente, Rebecca no se fijó en la niñita que estaba sentada y acurrucada en un rincón del establo. Se abrazaba las rodillas que tenía dobladas hasta el pecho. Sus enormes ojos azules estaban llenos de lágrimas.
—¿Cuánto tiempo lleva de parto? —preguntó Rebecca.
Se arrodilló junto a la cabra y pasó una mano por su vientre hinchado. Sintió al animal estremecerse de miedo y fatiga. La cabra no podría soportar mucho más. Pero Rebecca sintió algo más, que le dio esperanza… el movimiento de su cría dentro.
—Lleva así desde ayer por la mañana —explicó Neil, sacando un pañuelo rojo del bolsillo de su mono. Se secó la frente que tenía empapada de sudor, a pesar del frío de la noche—. Como ves, no ha ocurrido nada. Creo que algo debe estar enredado ahí dentro.
Rebecca abrió su maletín y sacó un tubo de crema lubricante y antiséptica.
—Creo que tienes razón, Neil.
—Desde que te llamé, ha empeorado mucho —explicó el hombre preocupado—. Hilda es una cabra estupenda —añadió acariciando sus orejas largas—. No me gustaría perderla.
Entonces, Rebecca oyó un sollozo. Se dio la vuelta y miró en las sombras, viendo a la niñita por primera vez.
—Hilda va a morir… ¿verdad, doctora? —preguntó la niña con la cara llena de lágrimas—. Sabía que iba a pasar algo horrible.
Rebecca se acercó a la niña y se agachó a su lado en el montón de paja.
—Me llamo Rebecca. ¿Y tú?
—Katie.
—Bien, Katie. No creo que tengas que preocuparte mucho de Rebecca —le dijo, acariciando suavemente sus rizos negros que le caían por un hombro—. Continuamente me encuentro con este tipo de problemas, y normalmente todo sale bien.
—¿En serio? —La niña abrió mucho los ojos—. ¿Lo haces todo el tiempo?
—Ayer diez veces —respondió Rebecca sonriendo.
La niña se rió entre sus lágrimas.
—Eh, no creo que pase tantas veces.
—Tienes razón. Pero pienso que Hilda se pondrá bien. Ya lo verás.
Después de consolar a la niña, Rebecca volvió con Neil y la cabra. Se subió las mangas y se echó crema antiséptica desde los dedos a los codos. Luego se puso un par de largos guantes quirúrgicos.
—Voy a comprobar qué está sucediendo ahí dentro.
Mientras Rebecca examinaba a su paciente, el animal se quedó quieto, demasiado débil para resistirse. Tras un par de minutos, encontró la respuesta.
—Bien, tenemos gemelos. Y el primero es muy grande. Él es quien está retrasándolo todo.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Neil.
—Voy a girarlo un poco para ponerlo en la posición correcta. Así podré sacarlo.
Tan suavemente como pudo, Rebecca realizó la tarea. Hilda pareció sentir que algo había cambiado, y animada, empezó a empujar de nuevo.
En sólo unos minutos, Rebecca sacó a la primera cría. Como había dicho, era enorme con una cabeza especialmente grande. Pero no parecía mal por haber pasado por semejante prueba. Resopló gruñón a Rebecca cuando ella le aspiró la nariz y boca y le secó la cabeza con una toalla.
Con un puñado de paja, Neil empezó a darle al pequeño un masaje enérgico. Hilda gimió y dobló el cuello para ver mejor a su retoño.
Por el rabillo del ojo, Rebecca vio que Katie abandonaba despacio su sitio en la pared y se acercaba a ellos.
—¿Es chico o chica? —preguntó.
Sus lágrimas habían desaparecido, pero sus ojos azules estaban como platos, maravillados.
—Es un chico estupendo y fuerte —le dijo Rebecca.
Katie pareció decepcionada.
—Oh… yo estaba esperando una chica.
Neil se rió mientras empujaba a la cría hacia la cara de su madre. Ella le olisqueó con curiosidad y luego empezó a darle su primer baño con la lengua.
—Pobre Katie —dijo el hombre—. Le prometí que podría quedársela de mascota si era hembra.
—Bueno, aún hay más ahí dentro —dijo Rebecca—. Y en seguida sabremos si es tu cabrita o el hermano de éste.
Katie había perdido su timidez. Se puso al lado de Rebecca y se arrodilló sobre la paja. Extendió su manita y acarició el vientre de la cabra.
—Ya estás bien, Hilda —dijo con suavidad—. La buena doctora se ocupará de ti.
—Sí —dijo una voz grave tras ellos—. Parece que todo está bajo control.
Rebecca miró por encima de su hombro y aguantó la respiración. El hombre que estaba en la entrada era el más atractivo e impresionante que nunca había visto. Con su brillante pelo negro y sus ojos azules, era obvio que era el padre de Katie. Casi llenaba la entrada con sus anchos hombros, y la habitación pareció vibrar con su presencia.
Pero Rebecca no tenía tiempo en ese momento para pensar en un hombre atractivo. Tenía trabajo que hacer. Con su hermano grande dejando de obstruir, la segunda cría estaba a punto de salir al mundo.
Se preocupó cuando vio a la cría. Era mucho más pequeña que la primera, y parecía débil y sin vida mientras caía sobre la paja.
Rápidamente le limpió la nariz y boca y empezó a frotarle el cuello con la toalla. Neil entendió la urgencia y le hizo lo mismo en las piernas.
—Vamos, cielo —susurró Rebecca—. Respira… vamos…
Entonces vio que era una hembra y se le cayó el alma a los pies. Katie se hundiría si no vivía.
Justo cuando Rebecca estaba perdiendo toda esperanza, el pequeño animal se estremeció. Respiró y movió las patas traseras.
Neil sonrió de oreja a oreja.
—¡Lo has conseguido, Rebecca! —se puso de pie, la levantó y le dio un gran abrazo.
—¡Y es una chica! —exclamó Katie poniéndose de pie—. ¡Es para mí!
Hilda gimoteó y olisqueó a su segunda cría. La madre tenía una expresión feliz y aliviada en la cara, y sus largas orejas se agitaban mientras lamía a sus gemelos.
Finalmente, los dos hermanos se acurrucaron contra a su madre, oliéndola y buscando su leche tibia.
Rebecca se sentó en la paja y disfrutó de la escena. Momentos como ese hacían que todo valiera la pena. Había hecho su trabajo bien. Hilda estaba aliviada de su carga. Sus pequeños estaban a salvo y felices. Katie y Neil estaban encantados con los recién llegados. Y el padre de Katie…
Rebecca se giró para ver si estaba disfrutando de la escena tanto como los demás, pero para su sorpresa, tenía el ceño fruncido.
Dio un par de pasos hacia ellos y estudió a la segunda cría.
—Esa cabra es obviamente muy débil —dijo—. No creo que sea un animal apropiado para una niña.
—¡Si es apro… apro… muy buena! ¡Y yo la quiero! —gritó Katie mirando a su padre, furiosa y suplicante a la vez.
Rebecca tuvo que esforzarse por controlar su genio. ¿Qué le pasaba a ese hombre? ¿No tenía corazón? ¿Cómo podía echar a perder un momento tan feliz y maravilloso?
—Los animales débiles y enfermos normalmente tienen problemas y son difíciles de cuidar —le dijo su padre—. Y aún ni siquiera sabes si vivirá.
Rebecca no pudo seguir callada más rato.
—Disculpe, señor…
—Stafford. Michael Stafford.
—Señor Stafford, entiendo su preocupación sobre tener un animal sano para su hija. Pero aunque esta cabra es algo pequeña, no hay razón para suponer que no vivirá.
—¿Oh, en serio? —La miró furioso, aparentemente ofendido de que hubiera dado su opinión sin que le preguntaran—. ¿Y puede usted garantizar eso, doctora?
Rebecca no podía entender su tono amargo. ¿Por qué reaccionaba así?
—Claro que no puedo garantizar que el animal no enfermará, señor Stafford. La vida no ofrece ese tipo de garantías.
—Realmente no.
De nuevo, Rebecca notó la furia en su voz. ¿Qué le había pasado a ese hombre para volverle tan frío?
Miró a Katie y vio el mismo dolor reflejado en sus ojos azules. Parecía ser de familia.
—Señor Stafford —dijo, intentando sonar más paciente y comprensiva de lo que se sentía—. Realmente creo que esta cabra está sana, a pesar de su pequeño tamaño. Si deja que Katie se la quede, prometo ayudar todo lo que pueda. Le enseñaré a su hija cómo cuidar a la cabra. Si algo va mal, todo lo que tendrá que hacer es llamarme y yo vendré en seguida.
—¡Por favor, papá! —suplicó Katie, acercándose a él y tomándole una mano entre las suyas—. La doctora Rebecca piensa que está bien. Deja que me la quede. Por favor, por favor, por favor.
Michael Stafford no dijo nada durante un rato mientras miraba a su hija, que tiraba de su mano. Rebecca no podía entender cómo podía resistirse a esos enormes ojos azules. Ella no podía.
Y su padre tampoco pudo. Suavemente, apartó la mano y se giró hacia la puerta.
—Bien —dijo mientras se marchaba—, si la doctora piensa que está bien, debe estar bien. Estoy seguro de que ella sabe más que yo de esas cosas. Sólo espero que tenga razón.
Rebecca hubiera deseado que no sonara tan sarcástico, pero le había dado su permiso a Katie para quedarse con la cría, y eso era lo importante.
Neil la ayudó a recoger sus cosas y guardarlas en el maletín. Su trabajo allí había terminado. Al menos de momento.
Después de haberse despedido, se giró para marcharse, pero se detuvo en la puerta para echar un último vistazo a Hilda y sus crías, a Katie y a Neil. Katie tenía los brazos alrededor de la cabra y le estaba murmurando cosas dulces al oído.
Sí, había una razón por la que Rebecca se hizo veterinario. Y era ésa.

En cuanto Rebecca entró al salón de belleza, fue abordada por un misil peludo llamado Twinkle. Twinkle era blanca la última vez que la visitó, pero esa mañana, el pelo de la perrita era de un extraño tono morado.
Rebecca había visto muchos animales a lo largo de los años, pero nunca un pequinés morado. Empezó a tener una ligera idea de qué había podido causar la irritación cutánea que la dueña de la perrita le había descrito antes por teléfono.
—Oh, Twink —dijo arrodillándose y acariciando sus orejas—, ¿qué te ha hecho Betty Sue ahora?
Ella simplemente ladró en respuesta y puso expresión lastimera.
—Lo sé, lo sé… —Rebecca aceptó el lametazo—. Lo he intentado, Twink, pero ya conoces a Betty Sue. Por cierto, ¿dónde está tu dueña? —preguntó mirando alrededor por el salón vacío.
Una puerta en la parte trasera se abrió y entró una mujer joven con un uniforme rosa, llevando con ella olor a permanente y a esmalte. Por alguna razón, a Rebecca no le sorprendió ver que Betty Sue se había teñido su propio pelo platino del mismo tono morado. Nada en Betty Sue podía sorprender ya a Rebecca. Pero Betty había nacido y se había criado en el corazón de Hollywood, por lo que Rebecca intentaba tenerlo en cuenta. Posiblemente la pobre no podía evitar ser así.
—Eh, hola, querida —dijo acercándose a Rebecca y dándole un abrazo—. Es nuestra doctora favorita, ¿verdad, Twinkle?
—No me hagas la pelota —replicó Rebecca—. Sólo lo haces porque sabes que estoy enfadada contigo.
—¿Enfadada? —Rebecca agitó sus pestañas postizas—. ¿Estás enfadada conmigo? ¿Por qué?
—No oíste ni una palabra de lo que dije la última vez que estuve aquí.
—Eso no es cierto. Claro que te oí.
—Entonces no me escuchaste. Te dije que le dejaras de hacer cosas raras a esta inocente criatura.
—Pero… pero… —balbuceó Betty Sue—. Nunca le haría a Twinkle nada que no me hiciera a mí misma.
Rebecca la miró de arriba a abajo, fijándose en el pelo teñido, las uñas de porcelana, los kilos de maquillaje. Betty no era una belleza natural. La lista de cosas que no se haría a sí misma o a su sufrida perrita debía ser muy corta.
—Betty Sue, tienes que dejarte de estas tonterías. Estoy cansada de venir a tratar problemas que tú has provocado. Le has pintado las uñas a Twinkle y…
—Oh, le gustó mucho. Se divirtió.
—Se puso piripi por los gases, Betty Sue. ¿Y recuerdas cuando le hiciste esas trenzas con los abalorios y las plumas?
—Bueno, pensé…
—Yo tuve que cortárselas. Tuve que afeitarla. Se pasó todo el invierno con el aspecto de una rata pelada.
—Pero yo le tejí un jersey.
—No se lo terminaste hasta la primavera.
—Actué con el corazón.
—Entonces será mejor que empieces a pensar con la cabeza —se agachó, recogió a la perrita y le separó el pelo, viendo su piel irritada y roja—. ¡Mira esto! Es una reacción a ese estúpido tinte morado.
—¡Antes le hice una prueba en un trocito, como decían las instrucciones! —lloriqueó Rebecca—. Lo hice, y salió bien.
—Esas instrucciones eran para una persona, Betty Sue, no para un pequinés. No bromeo, tienes que dejar de hacer estas cosas o te denunciaré por crueldad a los animales.
La barbilla de Betty Sue empezó a temblar ligeramente. Rebecca se alivió. Parecía que finalmente lo había entendido.
—Te daré un champú medicinal. Ayudará a aliviarle los picores y a evitar que la piel se infecte. No olerá muy bien después, pero…
—No te preocupes —la interrumpió Betty Sue—. No le echaré perfume. Me resistiré.
—Así lo espero.
Mientras Rebecca sacaba la medicina de su maletín y le escribía las instrucciones en la etiqueta, Betty Sue tomó a su perrita y le arrulló en la oreja.
—¿Quieres a tu mamaíta? Sí, claro que sí. Sabes que mamaíta sólo intentaba que estuvieras preciosa. Twinkle quiere a su mamá.
Betty Sue dejó a la perrita en el suelo y Rebecca le dio el champú.
—Por cierto —dijo la peluquera con una sonrisa en sus labios perfilados y pintados de rojo—. He oído algo, pero no sé si es cierto.
—¿El qué? —preguntó Rebecca intentando no parecer interesada mientras cerraba su maletín.
Betty Sue era una cotilla empedernida.
—He oído que has pasado mucho tiempo en Casa Colina… con ese guapo viudo, Michael Stafford.
—Entonces has oído mal —dijo Rebecca intentando ocultar su disgusto—. Sólo estuve allí una noche, y fue por trabajo, no placer. Créeme, tenía la mano metida en una cabra hasta el codo. Eso no es precisamente divertido.
—Oh… Pero conociste a Michael Stafford, ¿verdad?
—Sí, lo conocí. Lo vi con mis dos ojos. Me quedé muda mirando su guapísimo rostro durante tres o cuatro minutos.
Betty Sue se animó.
—¿Es cierto lo que dicen? ¿Es tan atractivo?
—Es impresionante —tomó su maletín—. También es muy excéntrico, y personalmente, no me gustó… ni un poco.
Sin más palabra, Rebecca dio media vuelta y salió, dejando a Betty Sue boquiabierta.
Pero Betty pronto se recuperó y volvió a levantar a Twinkle.
—No la creo, ¿y tú? Mamaíta piensa que a la doctora Rebecca le gusta el señor Michael más de lo que dice. ¿No lo piensas tú también? Sí… mamaíta reconoce el amor verdadero en cuanto lo ve.
Betty Sue miró por la ventana hasta que la vieja camioneta desapareció.
—Bueno, ya se ha ido. Ahora probaremos ese nuevo blanqueador de dientes que ha comprado mamaíta en la droguería. Los tienes muy amarillentos. Y no pueden estar así, ¿verdad, bonita? A mí me han quedado muy bien. Vamos a ver…

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