martes, 31 de diciembre de 2013

Especial de Navidad, 31 de diciembre del 2013


Muy buenas a tod@s!!
Ya tenéis todo preparado para esta noche?? Quienes seáis de España, preparados para las uvas??
Dejamos atrás un año repleto de novedades, estrenos y sucesos para recibir al 2014 quien nos traerá un sinfín de novedades y los estrenos más esperados (Tanto literarios como cinematográficos, musicales, etc).
Espero que paséis la mejor noche posible para comenzar el año como es debido.

Hoy, además comenzamos otra Antología.... Año nuevo, saga nueva, no? o no es así??
Bueno, el caso es que  hoy comenzamos con la primera parte, titulada "Proposición Navideña" de Betty Neels.

Historia corta incluida en la antología Cuentos de Navidad 1998.
Título: Proposición navideña (1998)
Título Original:  A Christmas proposal
Editorial:  Harlequín Ibérica
Sello / Colección:  Internacional 180
Género:  Contemporáneo
Protagonistas:  Oliver Hay-Smythe y Bertha Soames

Sinopsis:

Cuando el doctor Oliver Hay-Smythe vio cómo la familia se aprovechaba de la candidez y la bondad de Bertha, decidió darle la sorpresa de su vida  con una declaracion de amor en Navidad.

Capítulo Uno
La chica que había en el rincón de aquella sala llena de gente apenas merecía una segunda mirada. Era menuda, con el pelo castaño claro estirado hacia atrás en un moño pasado de moda, una cara cuya nariz chata y boca ancha no hacían nada por redimirla de su insignificancia. Para colmo, llevaba un vestido complicado, color rosa quisquilla. Con todo, tras el primer vistazo, el hombre que estabaa al otro lado del salón volvió a mirarla. No tardó en acercarse a ella. Saludó en un tono agradable, ella volvió la cabeza y lo miró.
Le contestó educadamente, contemplándolo con sus ojos castaños enmarcados en unas pestañas largas. Él se dio cuenta de que, mirando aquellos ojos, uno se olvidaba pronto de la nariz, la boca y el pelo estirado. El hombre le sonrió.
—¿Conoces a alguien aquí? He venido con unos amigos... Estoy de visita en su casa y me han pedido que los acompañara. Es una fiesta de cumpleaños, ¿verdad?
—Sí.
La chica desvió la mirada hacia la gente. Había grupos que reían, gente que chismorreaba mientras se saludaban con una bebida en la mano, unas cuantas parejas que bailaban en el centro.
—¿Quieres que te los presente?
—¿Los conoces a todos —dijo él con su tono amable—. ¿No me digas que es tu cumpleaños?
—Sí.
La chica le lanzó una mirada rápida y sorprendida e inclinó la cabeza para examinar las cuentas de su corpiño.
—Entonces, ¿no deberías ser las reina del baile?
—¡Oh! No es mi fiesta, sino la de mi hermanastra, esa chica tan guapa que hay junto al bufet. ¿Quieres conocer a Clare?
—La competencia parece demasiado intensa en este momento —dijo él de buen humor—. Dime, ¿por qué no participas más en la fiesta? A fin de cuentas, también es tu cumpleaños.
Ella tenía una voz bonita y hablaba con realismo.
—Bueno, mejor que no. Estoy segura de que te gustaría conocer a algunos invitados, pero no sé tu nombre.
—Disculpa. Hay—Smythe, Oliver.
—Bertha Soames.
Bertha le ofreció una mano que él estrechó con suavidad.
—La verdad es que no quiero conocer a nadie. Creo que soy un poco mayor para casi todos.
Bertha lo observó detallada y seriamente, un hombre muy alto y fuerte, con el pelo rubio salpicado de gris. Los ojos también eran grises y tenía esa clase de atractivo que cualquiera esperaba al ver su aire de seguridad.
—No creo que seas tan mayor; ni mucho menos.
Oliver te agradeció el cumplido con seriedadd y le preguntó si bailaba.
—¡Ah, me chifla bailar! —contestó con una sonrisa que se desvaneció al instante—. Es que... mi hermana me ha pedido que me encargara de que todos se divirtieran. Por eso estoy de guardia aquí, si veo a alguien solo, me ocupo de que tome algo y de presentarle gente. La verdad es que deberías...
—De ningún modo, señorita Soames.
Oliver la miró otra vez y pensó en lo fuera de lugar que parecía en aquella fiesta bulliciosa. Se preguntó por qué, ya que también era su cumpleaños, no llevaba un vestido deslumbrante en vez de aquella cosa recargada que ni siquiera le venía bien.
—¿Tienes hambre?
—Sí, me he saltado la comida..
Sus ojos se dirigieron al buffet, donde un grupo de personas se servía en abundancia de las delicadezas que se ofrecían.
—¿Porqué no...?
El doctor Hay—Smythe, trabajador infatigable y respetado por sus colegas, un hombre que nunca ignoraba a los gatos y perros perdidos y que era capaz de posponer sus propios asuntos con tal de aliviar los problemas de los demás, dijo:
—Yo también tengo hambre. Supón quee nos escapamos y vamos a comer a alguna parte. No creo que nadie nos eche de menos y podemos volver mucho antes de que esto acabe.
—¿Te refieres a un sitio fuera de aquí? —dijo ella mirándolo—. Pero si ni siquiera hay un café por los alrededores... Además...
—Incluso en Belgravia debe haber pubs. De todos, modos, tengo el coche fuera. Podemos ir a buscar.
Los ojos de Bemba brillaron.
—Me gustaría, pero no sé si debo decírselo a mi madrastra.
—Puess claro que no. La puerta que hay detrás de ti, ¿adónde da? ¿A un pasillo? Venga, vámonos.
—Tendré que ir a buscar un abrigo —dijo Bertha cuando llegaronn al vestíbulo—. Será un momento, pero está en el último piso.
—¿No tienes algún impermeable por aquí abajo?
—Sí, una gabardina, pero es muy vieja y...
Su sonrisa le trasmitía seguridad.
—En un pub nadie se fijará en esas cosas —dijo él, pensando en que al menos taparía aquel vestido horrible.
De ese modo, convenientemente amortajada, salió de la casa con él por la importante puerta principal y descendieron la imponente escalinata hasta la acera. El médico le indicó un Rolls Royce gris oscuro.
—Por aquí..
Oliver lo abrió, la hizo pasar y ocupó el asiento del conductor.
—¿Vives en casa con tus padres?.
—Sí. Papá es abogado, trabajaa sobre todo para compañías internacionales. Mi madrastra prefiere vivir aquí, en Londres.
—¿Y no tienes trabajo?
—No.
Bertha apartó los ojos para mirar por la ventanilla, Oliver no insistió en aquello, sino que habló de esto y de lo de más allá mientras dejaban las calles silenciosas del barrio de lujo y entraron en una zona bulliciosa de la ciudad. Allí detuvo el coche en una calle estrecha y llena de gente.
—¿Te apetece aquel pub de la esquina?
Todas las miradas se centraron en ellos al entrar. Hacían una pareja extraña, él con esmoquin negro y ella con una gabardina vetusta. Pero el tabernero les indicó con gestos una mesa en el salón y luego se acercó a hablar con el médico.
—¿Hacía tiempo que no te veíamos, doctor? ¿Todo bien?
—Espléndido, Joe. ¿Cómo está tu mujer?
—Todavía da la batalla, gracias. ¿Qué va a ser? —dijo mientras miraba a Bertha—. ¿Y la señorita? ¿Un vaso de buen vino para ella?
—Tenemos hambre, Joe.
—Mi mujer acaba de preparar salchichas y puré de patatas. ¿Qué tal con una pinta de cerveza añeja y algún vino suave?
El doctor Hay-Smythe arqueó una ceja mirando a Bertha. Cuando ella asintió, Joe se marchó deprisa para volver enseguida con las bebidas y, cinco minutos después, con una bandeja cargada.
La comida casera estaba bien hecha, caliente y abundante, los dos comieron en un silencio relajado.
—Cuéntame algo sobre ti.
—No hay nada que contar. Además, no nos conocemos y tampoco es probable que volvamos a vemos —añadió ella seriamente—. Tengo que estar loca para hacer esto.
—Bueno, yo no estoy de acuerdo. En todo caso, la locura es más propia de personas que asisten a demasiadas fiestas, comiendo y bebiendo en exceso y sin divertirse. Sin embargo, tú y yo hemos comido y nos divertimos con la compañía del otro —dijo mientras Joe les servía el café que había pedido—. Siendo dos desconocidos, podemos hablar libremente de lo que nos apetezca con la seguridad de que pronto será olvidado.
—Nunca he conocido a nadie como tú —dijo Bertha.
—Pues soy perfectamente normal, debe haber miles exactamente como yo —dijo con una sonrisa leve—. Se me ocurre que quizá no conozcas demasiada gente. ¿Sales a menudo? ¿Vas al teatro? ¿Bailes? ¿Conciertos? ¿Clubs deportivos?
Bertha negó con la cabeza.
—No. Salgo a hacer recados, saco al perro de mi madrastra y echo una mano cuando viene gente a casa a comer o a cenar. Esas cosas.
—¿Y tu hermana? O mejor, tu hermanastra corrigió él al ver su expresión—. ¿Clare tiene trabajo?
—No. Verás, ella es muy popular, sale mucho y tiene montones de amigos. Es muy bonita, has tenido que darte cuenta...
—Muy bonita —repitió él con gesto serio—. ¿Por qué no eres feliz, Bertha? No te importa que te llame Bertha, ¿verdad? Al fin y al cabo, como tú misma has dicho, es poco probable que nos volvamos a ver. Soy un experto escuchando. Considérame un hermano mayor o, si lo prefieres, alguien que dentro de poco se marchará al otro extremo del mundo y nunca va a regresar.
—¿Cómo sabes que no soy feliz?
—Si te dijera que soy médico, ¿contestaría a tu pregunta?
Bertha sonrió aliviada.
—¡Médico! Bueno, entonces sí que puedo hablar contigo, ¿no?
Oliver volvió a sonreír, tranquilizándola.
—Verás, papá se casó por segunda vez... Hace mucho de eso, yo tenía siete años. Mamá murió cuando tenía cinco. Súpongo que se sentía solo, por eso volvió a casarse. Clare es dos años menor que yo. Era una niña preciosa, encantadora, y todo el mundo la adoraba, incluida yo. Pero mi madrastra... bueno, yo siempre he sido normalucha y aburrida. Seguro que intentó quererme... Debe haber sido culpa mía, porque yo también traté de quererla y no pude
Hizo una pausa y añadió:
—Siempre me ha tratado igual que a Clare, teníamos vestidos bonitos, una niñera simpática y fuimos al misma colegio, pero incluso papá se daba cuenta de que al crecer no me convertía en una chica preciosa, como Clare, y mi madrastra lo convenció de que lo mejor para mí era quedarme aquí y aprender a ser una buena ama de casa.
—¿Y Clare, no tuvo que hacer lo mismo?
—Bueno, no. Siempre ha tenido muchos amigos. Me refiero a que nunca ha tenido tiempo para quedarse en casa. Es muy buena conmigo.
Bertha ocultó con la mano un trozo de volante rosa que se le había escapado de la gabardina.
—Fue ella la que me regaló este vestido.
—¿No tienes dinero propio?
—No, mi madre me dejó un poco, pero no lo necesito, ¿no te parece?
Oliver no hizo comentarios sobre eso.
—Hay una solución clara y sencilla, tienes que encontrar un trabajo.
—Ya me gustaría, pero no estoy preparada para hacer nada —dijo y añadió ansiosamente—. No debería contarte todo esto. Olvídalo, por favor. No tengo derecho a quejarme.
—No te has quejado y, además, ¿no te sientes mejor hablando de eso?
—Sí. ¡Claro que sí! —dijo ella. Miró el reloj y contuvo una exclamación—. ¡Cielos! Llevamos siglos aquí...
—Hay tiempo de sobra —dijo él tranquilamente—. Me atrevería a decir que la fiesta se prolongará hasta la media noche.
El médico pagó la cuenta y volvieron en el Rolls a la casa. Ella se quitó la gabardina en el vestíbulo, se alisó aquel adefesio y entró en el vasto salón. La primera persona que los vio fue su madrastra.
—Bertha, ¿dónde te has metido? Ve enseguida a la cocina y di que manden más vol—au—vents. A ver si haces algo útil...
La señora Soames se dio cuenta de la presencia del médico y se transfiguró en una mujer completamente distinta.
—Anda, ve, cariño —dijo en un tono muy diferente——. No tardes, estoy segura de que tus amigos te deben echar de menos.
Bertha no respondió, sino que se escabulló sin siquiera echar una mirada a Oliver.
—Es muy buena chica —comentó la señora Soames con entusiasmo, su enorme busto agitado con sentimientos pseudomaternales—. Me ayuda y me hace compañía. Es una lástima que sea tan tímida y desmañada. Yo he hecho todo lo que he podido —añadió en un tono quejumbroso—, pero Bertha es inteligente y sabe que carece de atractivo y encanto. Sólo me queda la esperanza de que conozca un buen hombre que quiera casarse con ella.
La señora Soames lanzó una mirada de preocupación hacia su interlocutor, que se limitó a darle ánimos con ese tono profesional en el que los médicos son tan expertos.
—Pero no le debería preocupar con mis pequeñas preocupaciones, la verdad. Venga a conocer a Clare, le encanta que le presenten gente nueva. ¿Vive usted en Londres? Tiene que venir más por aquí.
De modo que, cuando Bertha volvió, él estaba al otro extremo del salón y Clare se reía a carcajadas con la mano sobre su hombro. Bien, ¿y qué esperaba? Fue en busca de Crook, el mayordomo, un amigo de toda la vida y un aliado. Había cenado bien y ahora, con un espíritu belicoso que la compasión de] doctor Hay-Smythe había encendido, iba a tomar una copa de champagne.
Se la bebió bajo la mirada paternal de Crook, tomó una segunda copa de su bandeja y también la apuró. Seguramente le dolería la cabeza después y no tenía duda de que se le pondría colorada da la nariz pero, puesto que no había nadie a quien le importara realmente, ella tampoco iba a preocuparse. De repente deseó que su padre se encontrara en casa. Pasaba tan poco tiempo allí...
Los invitados empezaron a marcharse intercambiando saludos e invitaciones, algunos se despedían con indiferencia de Bertha, que se afanaba en buscar abrigos, chales y bolsos extraviados. El doctor Hay-Smythe fue de los primeros que se marcharon, pero cruzó el salón para despedirse de ella.
—Ha sido una cena estupenda —dijo sonriendo—. Puede que la repitamos en alguna otra ocasión.
Antes de que ella pudiera responder, Clare se había metido por medio.
—Oliver, querido, no se te ocurra escaparte ahora que acabamos de descubrir lo maravilloso que eres. Buscaré tu número en la guía y te llamaré, puedes llevarme a cenar.
—Voy a estar fuera varias semanas —dijo él suavemente—. Será mejor que te llame yo cuando vuelva.
Clare hizo un pucherito.
—Eres un hombre malo. De acuerdo, si es lo mejor que se te ocurre —dijo antes de girar la cabeza hacia su hermanastra—. Mamá te está buscando...
Bertha fue a ver, pero no sin antes extender una mano pequeña y capaz y permitir que él se la estrechara amistosamente.
—Adiós, doctor —dijo en voz baja.
Sólo después de que Bertha se hubiera ido a acostar en el cuarto modesto que ocupaba en el último piso de la mansión, la señora Soames entró en el dormitorio de su hija.
—La velada ha sido un éxito. ¿Qué te parece el nuevo, ese Oliver Hay—Smythe? He estado hablando con lady Everett sobre él. Parece muy conocido, tiene una clientela excelente en Harley Street. Es de buena familia, con mucho, dinero, dinero viejo... —dijo dándole unas palmaditas en el hombro—. Ni hecho a medida para mi pequeña.
—Va a estar fuera una temporada —dijo Clare—. Ha dicho que me llamaría cuando volviera.
Miró a su madre y sonrió. Luego frunció el ceño.
—¿Cómo le habrá conocido Bertha? Daban la impresión de ser muy amigos. Lo más seguro es que sienta lástima de ella, parecía una mamarracha, ¿verdad que sí?
Clare se mordisqueó n dedo de manicura perfecta.
—Se la veía feliz, como si compartieran un secreto o algo por el estilo. ¿Sabías que el doctor tiene mucha experiencia con niños retrasados? No será un hombre fácil... Si demuestra algún interés por Bertha, procuraré animarlo.
Madre e hija se buscaron los ojos en el espejo.
—Quizá me equivoque, pero tengo la sensación de que no le gustan las fiestas. Los Payne, que fueron quienes lo han traído, me dijeron que ni está casado ni tiene amigas, que vive dedicado por entero a su trabajo. Si insinúa que quiere volver a ver a Bertha, seré todo comprensión.
Las dos mujeres se sonrieron.


El doctor Hay-Smythe se despidió de sus amigos en casa de éstos y continuó conduciendo hasta el piso que tenía encima de la consulta. Cully, su criado, se había acostado, pero descubrió café caliente y un plato con sandwiches tapado. Se puso un pote de café y se sentó. El labrador que había estado sesteando junto a la cocina se levantó somnoliento y fue a sentarse junto a él, dispuesto a compartir los sandwiches También compartió los pensamientos de su dueño, mientras masticaba el roast beaf frío sin apartar los ojos de su cara.
—He conocido una chica esta noche, Freddie. Una chica del montón, con unos ojos bonitos y un vestido verdaderamente horrible. Un criatura sin interés a primera vista, pero, de algún modo tengo el presentimiento, de que ésa no es la realidad. Tiene una voz deliciosa, extraña y tranquila. Necesita alejarse de esa bruja que tiene por madrastra. Tengo que pensar en algo.
Bertha, satisfecha e ignorante de aquellos planes para su futuro, durmió de un tirón toda la noche, más feliz en sus sueños que en la vida real.


Hasta que no pasaron tres días el médico no encontró un modo de ayudar a Bertha. No solo atendía su consulta particular, sino que mantenía otras en dos de los hospitales más importantes de la ciudad, donde su reputación iba en aumento, y; además era socio de una clínica en el East End, en la que se ocupaban de casos geriátricos y de todos los que no podían o no querían ingresar como pacientes externos en cualquier hospital.
Había pasado la tarde allí y su última paciente había sido una anciana que defendía su independencía con ferocidad y residía en su propia casita junto a la clínica. No había mucho que pudiera hacer por ella, una vida de trabajo duro y la vejez le estaban pasando su factura, pero renqueaba apoyada en su bastón y se negaba a ingresar en un asilo, jurando una y otra vez que podía cuidar de sí misma.
—Me encuentro tan bien como usted, doctor —declaró cuando la hubo examinado—. Aunque echo de menos mis libros. Ya no puedo leer como antes y me gustan los buenos libros. La asistenta social me trajo un libro grabado, pero no tan bueno como una voz de verdad, si sabe a qué me refiero. ¡Ah! Una voz tranquila y bonita...
De inmediato recordó a Bertha.
—Señora Duke, ¿le gustaría que alguien viniera a leer para usted? ¿Dos o tres veces por semana durante una hora más o menos?
—Pero que no sea una de esas beatas de la iglesia. Me gustan las historias románticas, no el muermo del boletín parroquial.
—La joven que tengo en mente no es nada de eso. Estoy convencido de que le leerá lo que usted quiera. ¿Le parece que lo intentemos? Si no funciona, bueno, ya se nos ocurrirá otra cosa.
—Vale, probaré. ¿Cuándo vendrá?
—Tengo que volver dentro de dos días por la tarde. Vendrá conmigo, la dejaré con usted y pasaré a recogerla cuando acabe. ¿Le viene mejor así?
—Parece perfecto.
La señora Duke se levantó trabajosamente de su silla. Oliver también se puso de pie para abrirle la puerta.
—Nos vemos —dijo la anciana.
El doctor fue a casa y maduró su plan. La señora Soames iba a ser un hueso difícil de roer, hacía falta un poco de estrategia...
De inmediato fue en busca de Cully. Cully llevaba varios años con él, era un hombre de mediana edad, leal y urn espléndido cocinero. Dejó la cubertería de plata que estaba abrillantando para escuchar al médico.
—¿Quiere que telefonee ahora, señor?
—Por favor.
—¿Y si la dama encuentra la hora a la que quiere visitarla inaceptable?
—Ya verás como no, Cully.
Mientras el mayordomo hacía la llamada, Oliver se acercó a un aparador antiguo y tomó una manzana del frutero.
—Mañana por la tarde a las cinco —dijo Cully cuando colgó—. La señora Soames estará encantada.
El médico dio un mordisco a la fruta.
—Estupendo, Cully. Y, por favor, si alguna vez ella o su hija me llaman, sé prudente.
Cully se permitió una sonrisa.
—Muy bien, señor.


El médico estuvo demasiado ocupado al día siguiente como para pensar en la visita que lo esperaba. Le habría gustado disponer de más tiempo para elaborar las razones de su petición pero, de todos modos, se presentó a las cinco en punto en la mansión de la señora Soames y fue conducido por una criada gruñona al salón. La señora Soames, enfundada en un modelo azul intenso demasiado apretado para sus amplias curvas, se levantó a recibirlo.
—Oliver, encantsda de verlo, porque seguro que debe ser un hombre muy ocupado. Me he enterado de que tiene mucha clientela —dijo con una risa aguda—. Es una pena que yo disfrute de una salud excelente, de lo contrario iría a hacerle una visita.
Oliver murmuró algo apropiado. La señora Soames dio unas palmaditas en el sofá.
—Siéntese a mi lado y dígame para qué quería verme....
Clare entró en el salón interrumpiendo a su madre. Su sorpresa era casi creíble.
—Cariño; ¿ya has vuelto? Mira quién ha venido á vernos.
La sonrisa de Clare fue encantadora.
—Ya era hora. Creía que ibas a estar fuera.
—Y estuve.
Oliver se había levantado y, cuando ella se les unió, se sentó en una silla y no en el sofá.
—Tenía prevista una serie de conferencias, pero las han retrasado un par de semanas.
Clare arrugó la naricilla con un gesto delicio.
—Fantástico, así podrás llevarme a cenar.
—Será un placer. Miraré en mi agenda y te llamaré por teléfono si puedo. Me estaba preguntando si tenías tiempo libre durante el día. Estoy buscando a alguien dispuesta a leer un par de horas varias veces a la semana para una anciana —dijo sonriendo directamente a Clare—. ¿Podrías ser tú, Clare?
—¿Yo? ¿Que yo lea un libro aburrido para una no menos aburrida vieja? Además, ni siquiera tengo un momento para mí misma. ¿Qué clase de libros?
—¡Oh, bueno! Novelas románticas..
—¡Puag! O sea; absolutamente patético. ¿Y no se te ha ocurrido otra cosa que pensar en mí, Oliver? —añadió con una risa tintineante—: Pero si ni siquiera leo para mí, sólo Vogue y Tatler.
El médico puso una cara de decepción conveniente.
—¡Vaya! En fin, supongo que habrá que seguir buscando.
—¿Quién es esa anciana ? –preguntó Clare, vacilante—. ¿Es alguien que yo conozca? Me parece que lady Power se tiene que hacer algo en los ojos. Y la señora Dillis, ya sabes, estuvo aquí la noche de la fiesta, cubierta de arriba abajo con diamantes. Es muy capaz de contratar a medía docena de acompañantes, cuidadoras o como se llamen.
—La señora Duke vive sola en un piso diminuto y se mantiene de su pensión.
—¡Qué cosa más horrible! —exclamó Clare, intercambiando una mirada con su madre—. ¿Y por qué Bertha no se dedica a algo útil? Se pasa la vida leyendo y nunca hace nada ni sale a ninguna parte. Pues claro, ella es ideal para estas cosas.
Clare se levantó e hizo sonar la campanilla. Le encargó a la criada gruñona que fuera a traer a su hermanastra. Bertha entró en el salón en silencio y se quedó de una pieza cuando vio al doctor Hay—Smythe
—Ven aquí, Bertha —dijo la señora Saames—. Creo que ya conoces al doctor Hay—Smythe, ¿no? Estuvo en la fiesta de Clare. Tiene una petición que hacerte, una que estoy segura de que vas a aceptar y así tendrás algo que hacer de vez en cuando. Quizá quiera explicárselo usted mismo, Oliver.
También se había levantado cuando Bertha apareció y ahora, al sentarse, volvió a cambiar de sitio, procurando hacerlo cerca de ella.
—Sí, nos conocemos —dijo en un tono amistoso—. He venido a pedirle a Clare que leyera para una anciana, una paciente mía, pero ha sugerido que, quizá tú estarías más interesada en ir a visitarla. Tengo entendido que te gusta leer, ¿no?
—Sí, sí que me gusta.
—Pues entonces, decidido —intervino la señora Sóames—: Está a su disposición, Oliver:
—¿Estás dispuesta a ir a la casa de esta señora, digamos tres tardes por semana y leerle durante un par de horas?
—Sí. Gracias, doctor.
Bertlha parecía aceptar de buen grado, pero cuando alzó la cabeza, sus ojos estaban húmedos.
—Estupendo. Veamos. ¿Podrías acercarte hasta Harley Street mañana por la tarde? Así mi secretaria te daría la dirección. Es un trayecto bastante largo en autobús, pero no debe haber mucha gente a esa hora. ¿Quedamos a las dos, de acuerdo? Y muchísimas gracias.
—Pero tomará algo antes de irse, ¿verdad? —dijo la señora Soames—. Yo tengo que ir a hacer una llamada, pero Clare cuidará de de usted. Bertha, ¿quieres ir a comprobar que la cocinera tiene en orden la lista de la compra para mañana?
Oliver, habiendo conseguido su propósito, se sentó durante otra media hora y bebió tónica mientras Clare tomaba vodka.
—¿No bebes? —preguntó ella riéndose—. Te lo juro, Oliver, me parecías un hombre de whisky.
Oliver le contestó con una de sus mejores sonrisas.
—Tengo que conducir. No estaría bien que llegara al hospital haciendo eses, ¿no crees?
—Supongo que no, pero, ¿por qué trabajas en un hospital cuando tienes una clientela tan numerosa y puedes darte el lujo de escoger tus pacientes?
—Me gusta trabajar —dijo él alegremente. Echó un vistazo al reloj—. Quisiera quedarme, pero tengo una cita. Gracias por la copa. Te llevaré a cenar y a tomar champán en la primera ocasión que se presente.
Clare lo acompañó a la puerta, le puso una preciosa y delicada mano sobre el brazo y lo miró a los ojos.
—No te importa que no quiera visitar a esa vieja, ¿verdad? O sea, es que no puedo soportar la vejez y la pobreza, la gente sucia y los ni malolientes. Debo ser demasiado sensible, ¿no crees?
Oliver le sonrió levemente.
—Sí, desde luego que sí, pero no me importa lo más mínimo. Estoy seguro de que tu hermanastra se las arreglará estupendamente. Al fin y al cabo, yo buscaba a alguien que leyera en voz alta. Y ella parece tener tiempo de sobra.
—La verdad es que siento mucha pena por ella, lleva una vida tan aburrida, ¿no? —declaró Clare y se esforzó por aparentar que lo decía en serio.
El doctor Hay-Smythe le palmeó la mano, se la quitó de la manga, se la estrechó y se despidió de ella con modales intachables. Clare se deslizó por el vestíbulo como en un vals, buscó a su madre para hablar con la boca hecha agua de su nueva conquista. El doctor, en cambio, se fue a casa satisfecho de sí mismo. No le gustaba Clare ni en pintura, pero había logrado su propósito.


Llovía cuando Bertha salió de casa para tomar el autobús, lo que significaba que tenía que ponerse otra vez aquella gabardina raída. Se consoló pensando que así ocultaba el vestido que llevaba, uno que Clare se había comprado en un arrebato  sólo para que le resultara odioso en cuanto llegó a casa y lo volvió a ver.
No era adecuado para finales de otoño, al contrario, era todo de colores vivos y excesivamente fino. Pero hasta que su madrastra decidiera comprarle algo más acorde con la temporada, tampoco tenía mucho donde elegir en su armario. Además, tampoco iba a verla nadie. La anciana que iba a visitar padecía de la vista.
Se bajó del autobús e hizo a pie los pocos metros que la deparaban de la consulta del doctor Hay—Smythe, llamó al timbre y le abrieron. La oficina era elegante y cómoda; la señorita elegante que había tras el escritorio tenía una sonrisa simpática.
—¿Señorita Soames? —preguntó mientras se levantaba e iba a abrir una puerta tras el escritorio—. El doctor la está esperando.
¡Era Bertha la que no lo esperaba a él!. Retrocedió un paso.
—No hace falta que lo moleste. Sólo pasaba a que usted me diera una dirección.
La secretaria se limitó a sonreír pero mantuvo la puerta abierta de par en par, permitiendo que Bertha viera al médico sentado en su despacho. Entonces, Oliver alzó los ojos, se levantó y fue a recibirla.
—Hola, Bertha. ¿Te importa esperar a que termine? Sólo será un momento. Siéntate. ¿Has tenido problemas para venir?
Oliver le acercó una silla cómoda, hizo que tomara asiento y volvió a su escritorio.
—Será mejor que te desabroches la gabardina, hace calor aquí dentro.
Era amable y considerado, Bertha perdió su timidez y se sentó cómodamente. La gabardina abierta dejaba ver su vestido. El médico parpadeó al ver aquel color estridente. Tomó la pluma mientras pensaba que debía ser otra prenda de las que Clare se había deshecho, sólo conseguía resaltar cruelmente la sosez de la cara de Bertha.
Se enfureció. Tenía ganas de intervenir, pero se preguntaba si aquello no era algo que concernía exclusivamente al señor Soames. Acabó de escribir y volvió a levantarse.
—Voy a la clínica para ver a un par de pacientes. Te llevaré a casa de la señora Duke y pasaré a recogerte cuando acabe. ¿Te importa esperarme? —dijo él y entonces se fijó en el paquete que Bertha llevaba en las manos—. ¿Libros? ¡Qué detalle!
—A la cocinera le gustan las novelas románticas y me ha dejado algunas viejas. He pensado que quizá entretengan a la señora Duke.
—Señora Taylor, la señorita Soames viene conmigo —le dijo Oliver a la secretaria—. Si no he vuelto a las cinco, haga el favor de cerrar usted. Déjeme los recados sobre el escritorio, ¿quiere?
—Por supuesto, doctor. Sally llegará a las seis.
—Sally es mi enfermera —explicó Oliver—. Mi mano derecha. La señora Taylor es la izquierda.
—Vaya tranquilo, doctor —dijo la señora Taylor con una risilla casi maternal.
Bertha, educada para entablar conversación cuando la circunstancia lo requería, sacó esmeradamente a colación los temas que le parecieron adecuados mientras viajaban en el Rolls. El médico, secretamente divertido, le contestaba con afabilidad, de modo que, cuando detuvo el coche en una calle destartalada de casas adosadas, Bertha se sentía tranquila.
Oliver la ayudó a salir del coche y la llevó ante una puerta que pedía a gritos que la pintaran.
Al cabo de un momento, una anciana de cara arrugada, feroces ojos negros y una mata de pelo sucio y rebelde, les abrió. Saludó con un gesto al médico y se quedó observando a su acompañante.
—¿Ya ha traído a su chica? Venga, pasen. Me vendrá bien un poco de compañía —dijo mientras los conducía por un pasillo estrecho a la puerta que se abría en un extremo—. Esta casita es toda mía. ¿Cómo se llama?
—Bertha, señora Duke.
El médico observó aliviado que no arrugaba la naricilla ante el fuerte olor a col y a gato, en su cara no veía otra cosa que un interés amable. No se quedó mucho tiempo. Cuando el médico se marchó, Bertha aceptó el asiento que le ofrecían y le entregó a la anciana los libros que le había llevado.
La señora Duke leyó los títulos gesticulando con su miopía.
—Espere que haga una taza de té. Prefiero que empecemos por El amor es un voto imperecedero.
En cuanto se dejó caer en un sillón desvencijado, un gato vetusto subió de un salto a su regazo.
Bertha abrió el libro y comenzó a leer.

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